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Último brindis. Por María Gabriela Cavalieri


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31 de diciembre. A pocos minutos de finalizar el año. De fondo la música navideña característica de esas fechas. Todos en la sala se preparaban con gran emoción para recibir el feliz año en compañía de sus seres queridos, se movilizaban de un lado al otro para estar listos a tiempo. Sirvieron una auténtica y fría champagne espumante, formaron un círculo alrededor de la mesa y tomaron las copas que se encontraban en el centro de esta. Miraron con emoción aquel reloj de pared que desde hacía cinco años no era mirado igual y que de un momento a otro anunció las 12:00 a.m. Juntos levantaron sus manos… y fue ahí. Justo ahí fue cuando el corazón dejó de latir. Los sueños parecían haber llegado a su fin, las sonrisas de todos se esfumaron. Las copas cayeron al piso y estallaron en ese preciso instante provocando un sonido ensordecedor; desgarradores y al unísono, los gritos empezaron a escucharse, y una voz aguda ubicó a las personas presentes de nuevo en sus cinco sentidos.

 

La abuela, la abuela… repetía una y otra vez—. ¿Qué le pasó? ¿Por qué está en el piso?

 

La señora Tivisay, de 73 años de edad, quien había viajado 3.499 kilómetros para reunirse con su familia en navidad, estaba ahí, indefensa y tendida de largo a largo.

 

En un abrir y cerrar de ojos la ambulancia ya estaba llegando al hospital, su sonido provocaba cierto escalofrío y hacía al corazón latir más rápido. Corrieron detrás de la camilla hasta que esta desapareció por la boca de una cueva sin fin. Todos en la sala de espera se encontraban angustiados, unos lloraban y otros rezaban. Cuando el doctor apareció por aquel agujero negro, el gesto de su rostro expresaba a gritos que todo había llegado a su fin.

 

La señora necesita ser operada de emergencia a corazón abierto, porque solo le funciona un 25% del órgano dijo en un tono indescifrable. 

 

La familia reunida intentaba mantener la calma, todos inhalaban profundo y exhalaban suavemente, buscaban por momentos hablar entre ellos del primer tema que se les ocurriera, procuraban no mirar el reloj que estaba en medio de la sala de espera, pero el sonido de las agujas tic tac tic tac parecía venir desde grandes megáfonos. La intranquilidad se percibía a flor de piel. Pasaron las horas y, finalmente, el doctor encargado, con no muy buena cara, se acercó a notificar que Tivisay ya había salido de la operación y que para poder verla debían esperar un tiempo más.

 

Bárbara, su hija favorita, abrió la puerta sigilosamente; incapaz de levantar la mirada y ver lo que estaba al frente de ella, caminó hacia la camilla con pasos tan pequeños y lentos como a quien le pesa la vida; tomó asiento a un lado de la camilla y, a pesar de llenarse de valor una y otra vez, el sonido que retumbaba en toda la habitación, proveniente del monitor de signos vitales, parecía una maldición.

 

Mamá, estoy aquí, confío en que juntas saldremos de esta dijo con voz entrecortada y una lágrima cayendo de su rostro. 

 

Bip bip bip bip piiiiiii…

 

Me desperté confundida, con un zumbido en los oídos y el único recuerdo que tenía presente era el de mi familia en aquel último brindis.

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