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Zapatos para humillar y memoria para olvidar. Por Fabiana Caraballo

Actualizado: 27 mar 2021


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8:45 a.m., a quince minutos para salir al recreo, las niñas de 4to B se disponen a arreglar el salón. Colocan los pupitres en su lugar, y se ponen los zapatos, pues muchas de ellas prefirieron ensayar el baile descalzas, ensuciando aquellas medias blancas. Fabiana se une a Daniela, quien está sentada en una esquinita del piso amarrándose las trenzas de sus zapatos Kickers deportivos. Gruesos, de punta dura y «escolares». La niña de pelo rizado hace lo mismo, se amarra las trenzas de sus Converse All Star Chuck Taylor de cuero negro que sus padres le habían traído como regalo de un viaje a Francia que hicieron en enero de ese mismo año. Parche en el tobillo, punta blanda y ligeros. Como una pluma.


Ella ya tenía más de tres meses usando esos zapatos como sus zapatos escolares. Aunque de escolares no tuvieran nada (o esa era la opinión de Susana, su maestra). Susana Ferreira, con piel pálida y tobillos gordos de portuguesa, llevaba esos tres meses advirtiéndole (con varios regaños y notas en su cuaderno incluidas) que sus fabulosos Converse de cuero negro tipo botín, traídos directamente de la tierra del croissant, no eran los zapatos colegiales convencionales. Es más, según la recién graduada maestra de la Universidad Católica Andrés Bello, eran feos. Los Converse eran feos. Feos porque “no eran zapatos de señorita”.


Por supuesto, Fabiana, ante tales regaños y persecución por parte de la maestra, ni se inmutó. A ella le fascinaban; a sus compañeros les encantaban, y su mami, siempre le recordaba lo “fashion” que se veían a juego con la falda reglamentaria del colegio. Entonces, ¿por qué tendría que hacerle caso a alguien que alega que los Converse son feos porque “no son zapatos de señorita”? Bueno, ojalá esto lo hubiese tenido en cuenta antes de que la catástrofe ocurriera.


Faltaban apenas cinco minutos para que la campana sonara y todos gritaran de la emoción, venían los únicos cuarenta y cinco minutos de diversión dentro de las habituales y aburridas ocho horas escolares. Fabiana rapidito se paró del piso directo a buscar su desayuno guardado en el bolso. Arepa y jugo Yukery. Lo de siempre. Sonó el timbre y todos salieron corriendo. Daniela, muy fielmente sin moverse de su lugar y con su desayuno en mano, esperó a que su amiga terminara de cerrar el bolso para bajar juntas, como buena amiga que era. Ambas ya estaban cruzando el umbral de la puerta del salón de 4to grado cuando algo las detuvo en seco.


−Caraballo, ven acá –dijo la maestra.

−Dime, maestra –dijo Fabiana, casi susurrando y nerviosa. Siempre que la llamaban por el apellido, era un regaño seguro.

−Quítate los zapatos y me los dejas aquí, en la mesa –dijo Susana, la cual parecía haber olvidado lo que había visto en Pedagogía en la universidad.

−Pe-pero... pero, ¿por qué? –dijo Fabiana, casi al punto de las lágrimas. Porque si para algo era buena ella, era para llorar. Llorar. Llorar. Llorar.

−Porque te lo digo yo, tu maestra. Además, llevo meses diciéndotelo. Esos no son los zapatos escolares. Ahora te vas a quedar descalza como penitencia –sentenció Tronchatoro, digo, la “maestra”.


Fabiana, sin mucho escándalo, y Daniela, quien vio y escuchó todo, como su testigo, se sentaron en el pupitre lentamente, así como haciendo tiempo, a ver si la mujer cambiaba de opinión. Pero parece que Susana no iba a ceder, se quedó ahí. Con las manos en la cadera y en silencio. Viendo y esperando a que la niña se quitara los zapatos.

La humillación se olía. Como cuando alguien se cae en público y todos lo ven y se ríen. O cuando sin querer te revuelca la ola en la playa, y se te sale un seno del traje de baño frente a una multitud de personas bronceadas. Se quitó los zapatos y los puso en la mesa. Salió con cabeza baja del salón, que estaba siendo cerrado con llave por la maestra. Sus Converse, bajo llave.


Daniela no dijo nada. Solo la acompaño. Tendría que bajar las escaleras en unas ya mugrientas medias blancas. Todo era silencio. Susana le hizo una seña para que se sentara a su lado, como si ya no fuese suficiente penitencia estar descalza en un recreo lleno de zapatos negros corriendo por todos lados. Ahora tendría que sentarse a su lado, como niña castigada. Así le hacían a Vitor Cro, porque siempre se portaba muy mal, vivía todos sus recreos sentado al lado de la maestra. Terrible.


Los susurros no tardaron en llegar. Las burlas tampoco. Se paseaban por su frente sin quitar la mirada, señalando. Como un monito de zoológico en una jaula. Entró en un inminente estado de shock. En lo único que pensaba era en qué dirían su mamá y su papá, seguramente se lo iban a reprochar. No por no hacerle caso a las advertencias y notas de la maestra, sino por no haberse defendido ante semejante injusticia que se estaba desarrollando.


Anakarina, su hermana, quien estaba en 5to grado, la veía desde un punto lejano del patio. Con las manos hechas puño y la cara roja, llena de furia. Anakarina, con dientes choretos y de pelo marrón castaño, era un año mayor que Fabiana. Cada vez que podía defendía a su pasiva hermana menor. No se le escapaba ni una. Pero esta ocasión era diferente. Esta vez no era un niño que le jalaba el pelo o la niña que siempre le decía “negra mojina”. Esta vez era defenderla de la autoridad, la maestra. Cosa que hizo que su frustración aumentara por lo menos un 120%, porque ella sabía cuál era su lugar.


Las hermanas solo se miraban entre sí, sin mucho que hacer. A veces el miedo a las consecuencias, te impide actuar. Ellas sabían que, si actuaban, las cosas solo podrían ponerse peor. Y ellas tenían experiencia en eso: las cosas poniéndose peor. Por lo que quedaba aguantarse las molestas risas, los comentarios, la vergüenza y el escarnio público que ninguna niña de diez años quisiera atravesar. Mientras, las miradas de al menos ciento ochenta niños se dirigían a sus pies carentes de zapatos. ¡Ay! La que no tiene zapatos. ¡Qué risa! ¿Y sus zapatos?, es pobre. Mírale las medias negras, ¡asco! ¡Guácala! Se lo merece, seguro se portó mal. Fea.


Solo quedaba esperar a que sonara el timbre para regresar a clases, al salón bajo llave, a la mesa en donde esperaban pacientemente los Converse. Y que el día terminara rápido para llegar a su casa y llorar los siete mares de vergüenza y humillación que no pudo llorar en el momento. Porque, como ya dije, si para algo era buena Fabiana no era para defenderse, pero sí para llorar. Llorar. Llorar. Llorar.


El recreo terminó. Finalmente alcanzó sus zapatos. Los de la discordia. Se los puso y los amarró muy fuerte. Como para asegurarse de que no se los volvieran a quitar. El resto del día transcurrió en silencio para ella. Se había hecho sorda al bullicio del salón lleno de niñas y niños gritones. Daniela no se apartó ni un segundo de ella, y la acompañaba, aun sin decir ni media palabra.


Llegó la hora de la salida. ¡Por fin! Anakarina fue a buscar a su hermanita al salón luego de escuchar por el megáfono el nombre de ambas, no sin antes lanzarle una mirada amenazadora y desafiante a la maestra, que seguro aún no se había percatado de la brutalidad irracional que había cometido horas antes. Las hermanas subieron al transporte y llegaron a casa. Bastó que su abuela Zonia, mimadora profesional, preguntara el porqué del fatídico estado anímico para que Fabiana arrancara a llorar. ¿Ven? Se los dije: llorar, llorar, llorar.


Y no paró. No paró hasta que llegó su mamá del trabajo. Su mamá, abogada, escuchó cada parte de la historia. Y en cada parte se horrorizaba más, como si del cuento de un asesinato sangriento se tratase. No esperó ni medio segundo para llamar y contarle al papá de las niñas, abogado también. Amenazó con caer al colegio con una comisión del CICPC, la PTJ, el CONAS y todos los organismos de fuerza policial que existieran en Venezuela. Sacar por la fuerza a la maestra, quien, según él, también merecía un escarnio público y hacerlo todo frente a sus alumnos, frente a su entorno laboral. Afortunadamente su mamá, no pensó igual.


El día siguiente, en el salón de 4to grado (que parecía haber olvidado por completo los sucesos del día anterior), a la mitad de una clase de divisiones con tres cifras, llegó la directora acompañada de la coordinadora de primaria. Interrumpieron abruptamente a Susana con algo que parecía ser un asunto importante. Muy extrañada y confundida dejó la tiza en su lugar preguntando qué pasaba, que por qué la necesitaban, y por qué ese “asunto importante” no podía atenderse luego de terminar su clase de matemáticas. Sin mediar, la directora, insistió en la urgencia del asunto y salieron por la puerta. Adiós, maestra.

Esa fue la última vez que Fabiana vio a Susana Ferreira, maestra recién graduada de la UCAB, que no aplicó los conocimientos que recibió en su carrera y que le regaló una extraña sonrisa y un “buenos días” la mañana de ese jueves, luego de haberle hecho pasar el bochorno más grande jamás pensado el día anterior.


No apareció, no volvió. Dejó el curso a mitad de año. El baile se hizo, pero sin ella. La olvidaron, como si nunca hubiese existido. ¿Fue justicia? A lo mejor.

Seis años más tarde, al Facebook de Fabiana llegó una solicitud de amistad. Era de una mujer que vivía en Portugal, con su esposo y su bebe (así pudo ver en su foto de perfil). La solicitud le apareció acompañada de un mensaje que jamás olvidará.

“Hola mi niña, ¿cómo estás? Estás muy linda y muy grande. Saludos”. -Susana Ferreira.

Ese mensaje quedó ahí por siempre. Sin responder. Habían tenido que pasar seis años para que una parte de su vida, escondida y desterrada en la oscuridad, saliera a saludar. Por Facebook.


Fabiana había enterrado el episodio más traumático de su etapa escolar en lo más profundo de su subconsciente. Como la memoria selectiva, en la que uno decide qué recordar y qué no. Había elegido olvidar, todo. Eliminar. Tachar. Borrar. Anular. Disipar. Esfumar. Descartar. Excluir. Quitar. Suprimir. Por eso, revivirlo era tener que atravesar por sensaciones y sentimientos casi “muertos'', o eso creía ella.


Pero, ahora que lo piensa, le hizo bien. Sin ese mensaje, de esa cínica mujer que, como ella, también decidió tener memoria selectiva, no hubiese podido desempolvar ese recuerdo. Y sin ese recuerdo, no hubiese podido escribir esta historia.

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