Uno más a la lista del beato. Por Luis Tejera
- ccomuniacionescrit
- 25 ene 2023
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I
Miércoles 02 de marzo del año 2004. Era temprano, la calidez del sol y la frescura del día atravesaban efusivamente los ventanales transparentes y bien pulidos del Centro Clínico de Maternidad Leopoldo Aguerrevere. Todo en el lugar comenzaba a funcionar poco a poco, como de costumbre: la cafetería inundaba los pasillos de la planta baja con el aroma inconfundible de un buen café con leche y de recién horneados y crocantes cachitos de jamón y queso. Comenzaba mi rutina visitando uno por uno a mis pacientes de pediatría, hermosos ángeles que le daban vida y significado pleno a mi vocación. Sin embargo, la tranquilidad estaba a punto de quebrarse en mil pedazos; recuerdo haber tomado mi café negro, bien oscuro y cargado, mientras veía en la pizarra los nombres de madres con cesáreas programadas. Y de primerita estaba ella, la señora Yuleida Montilla. Era la segunda vez que atendía el parto de la familia Tejera Montilla, a quienes conocía desde hace ya varios años cuando yo tenía mi primer consultorio, ubicado en Caricuao. Se suponía que todo sería un procedimiento sencillo, de rutina, sin ningún tipo de complicación, pero a veces el Señor obra de maneras misteriosas y pone a prueba a sus mejores guerreros.
Iniciada la cirugía, todo iba según lo previsto hasta que, con el bebé en mis brazos, lo notamos. El recién nacido tenía su extremidad inferior derecha notablemente desviada, casi al revés. Su tibia y peroné se habían descarrilado en algún punto de la gestación, lo que desembocó en aquella impactante escena de la que todos éramos partícipes, estábamos atónitos. Absolutamente a todos nos agarró de sorpresa, los exámenes prenatales no habían mostrado complicación alguna, y el verdadero problema era que en aquel momento los equipos que teníamos no eran lo suficientemente avanzados como para permitirnos vislumbrar el panorama completo del estado de salud del neonato.
Increíble cómo un ser humano con tan pocas horas de vida había dado tanto de qué hablar. Mantuvo en una larga reunión a un grupo considerable de doctores. ¡No era para menos, claro! Éramos quince debatiendo qué decisión tomar, decisión que marcaría la vida entera de un individuo y de su preocupada familia. Casi como en un acto de rendición, catorce doctores pensaban que lo mejor era amputar la parte mal formada de la pierna del infante, pero yo no podía aceptar esa decisión. Los llamé insensibles e ignorantes, les dije que tenía que haber otra opción y que yo mismo la iba a encontrar. No fue para nada fácil, pero pude dar con la solución ideal. Sin perder ni un segundo, intervine quirúrgicamente al recién nacido. Apenas tenía dos días respirando y ya le tocaba su primera operación. Me juré a mí mismo que no me daría por vencido tan fácilmente. Luego de un proceso largo y agotador, el procedimiento fue un rotundo éxito, el paciente había sobrevivido como un guerrero y se disponía a recuperarse. Las buenas noticias alegraron a la familia, y a mí, en lo personal, me satisfacía saber que había evitado una mala decisión. Claro que la mía no era perfecta, muchos años y otras intervenciones hacían falta para dar por completada mi tarea, pero dimos un paso en la dirección correcta.
II
No hay mayor alegría que darle vida a un hijo. A pesar de las complicaciones, las madres no pueden dejar de amarlos y de sentirse afortunadas por haberles brindado la oportunidad de existir. Mi hijo es todo un guerrero, siempre se lo he dicho; ha tenido que vivir muchas cosas desde antes de que pudiera siquiera entender qué era lo que estaba pasando. Pero siempre salía adelante y yo estaba allí con él, día y noche, cuidándolo como solo una madre puede cuidar de sus hijos.
El doctor Celestino Deseda, quien había atendido mis dos partos y también se había encargado personalmente del caso de mi segundo hijo desde su nacimiento, era un personaje particular, siempre estaba de buen humor y no paraba de bromear con mis dos hijos. Todos los días, sin falta, así fuera por cinco minutos, visitaba a cada uno de sus pacientes hospitalizados hasta que eran dados de alta. Era bastante conocido y respetado por los demás médicos, no había quien hablase mal de Celestino. Recuerdo lo que me dijo cuando había salido exitosa la primera y más crítica operación: Papá, mamá, todo salió bien; el pequeño Luis David está fuera de peligro; pero a partir de ahora ustedes y yo tenemos un matrimonio porque no me voy a despegar de este niño hasta asegurarme de que esté por completo bien. Y nunca faltó a su palabra.
Ya había terminado la tercera operación de ajuste, pocos años después de la primera; como de costumbre, todo había salido bastante bien. Yo me encontraba con mi hijo en una habitación de la Policlínica La Arboleda mientras se recuperaba. Era bien tarde en la noche cuando por la puerta pasó un doctor al que no conocía, realmente no me alarmé porque era bastante habitual que los doctores entraran y salieran para evaluar el estado de salud de mi hijo, pero este tenía algo peculiar. Nunca le vi cara, pero sí hablamos. Se acercó a la cama, revisó su pierna y enseguida le pregunté:
—¿Cómo lo ve doctor?
—Él ya está bien, no tienen de qué preocuparse —respondió cálidamente.
En ese momento no quise seguir preguntando cosas porque asumí que tenía que ver a otros pacientes. El doctor desconocido dio media vuelta y salió por la puerta. Horas después, me preguntaba constantemente quién era ese doctor. La curiosidad me carcomía, así que fui al puesto de las enfermeras y pregunté por él. Ninguna supo responderme; incluso, aseguraban que no había ningún doctor en las instalaciones ese día, solo ellas, las enfermeras. Luego de pensar un rato en quién habría sido, una enfermera me preguntó que cuál doctor había operado a mi hijo, y yo le respondí que había sido Celestino. En ese momento, todas las enfermeras entraron en sintonía y dijeron que lo más probable era que mi hijo y yo hubiésemos sido visitados por el mismísimo José Gregorio Hernández, ahora beato. Yo no lo entendía bien y creí que me estaban vacilando, pero me aseguraron enfáticamente que era cierto, porque en el tiempo que ellas tenían conociendo al doctor muchos otros pacientes habían experimentado situaciones similares a la mía. Es más, había quienes relacionaban al doctor Celestino con José Gregorio. Realmente al principio no lo asimilaba del todo, pero con el pasar del tiempo fueron pasando más cosas con respecto al caso de mi hijo, y hasta los propios doctores testificaban que eran milagros. Yo, por inercia, llegué también a la misma conclusión. Desde entonces me volví más devota a la figura del beato José Gregorio Hernández.
Esta historia, que no es ficticia, quiero dedicarla a la memoria del increíble doctor que fue Celestino Deseda, quien me permitió tener el estilo de vida que llevo hoy día; todo se lo debo a él. Con optimismo y siempre encontrando la mejor alternativa, atendió mi caso y muchos otros, aun cuando había quienes no creían en una solución favorable. Todavía me cruje el corazón por su abrupta partida. Espero que allá donde esté haya encontrado la paz que tanto se merecía. Gracias por todo, doctor.




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