Unas papas crudas y un miedo que no paraliza. Por Andrea Agrifoglio
- ccomuniacionescrit
- 13 feb 2022
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 29 jun 2022

¿Quién en esta vida, alguna vez, no ha querido viajar en el tiempo y entablar una conversación profunda con un personaje famoso o con algún familiar al que no pudo conocer? Muchos pasan su vida intentándolo con invocaciones espirituales, o creando inútilmente una máquina del tiempo. Yo, en cambio, encontré una manera más sencilla y se las revelaré más adelante. Antes, es necesario dejar claro que soy amante de la historia, desde la creación del mundo relatada en el Génesis, porque soy cristiana, hasta los hechos más impactantes que han sacudido al mundo entero. Por esta razón me puse a pensar cómo hubiera sido estar en alguna de las guerras mundiales. Fue entonces cuando recordé que mi bisnonno, ya fallecido, presenció en carne propia la Segunda Guerra Mundial. Y decidí hablar con él. Seguramente, se estarán preguntando cómo pude hacerlo: les compartiré el secreto. Lo logré hablando con alguien que escuchó directamente de su voz esta experiencia. Esa persona es mi padre, quien fungió como puente entre mi abuelo y yo.
Como Héctor Torres diría: “Detrás de las historias personales siempre se asoma el esplendor de la vida con sus enigmas, sus pistas y sus aproximaciones”. Al leer la siguiente historia, lo comprobarán.
PARTE I: Aquí empieza todo
Todos los seres humanos hemos experimentado miedo en algún momento. Algunos de esos miedos se originan por cosas que hemos presenciado y no queremos que se repitan; otros se generan por situaciones que no hemos percibido y no queremos hacerlo, porque no sabríamos cómo actuar ante ellas.
Solemos pensar que el miedo es netamente un sentimiento que perjudica, que no nos deja pensar de manera razonable, que nos impide lograr muchas cosas o que nos paraliza, pero no. He descubierto que, de hecho, el miedo es una herramienta poderosa a la que podemos sacarle provecho, incluso en situaciones de vida o muerte. ¿Estoy diciendo que eso que, por lo general, la gente rechaza es bueno? Sí, y lo certifico, por muy descabellado que suene. Este estado emocional resulta beneficioso si sabemos sacarle provecho, él fue quien me salvó en el momento más crítico de mi vida, cuando pensé que el túnel de mi existencia no tenía salida.
Era una época oscura, oscura como una noche sin luna o estrellas. Me encontraba, como de costumbre, acostado en mi cama sin poder dormir por las constantes detonaciones, sonidos que eran familiares para los millones de personas que teníamos vida entre 1939 y 1945. Luego de un rato, logré sentir un poco de pesadez en los ojos y la aproveché de inmediato para descansar. Menos mal que así lo hice, porque esa sería la última noche que dormiría cómodamente, hasta mucho después. Esto no lo sabría, sino por la mañana, cuando un toc toc proveniente de la puerta me avisó que debía prepárame para combatir en representación del Reino de Italia.
Yo era un hombre promedio para mis 26 años: medía 1.75 de alto. Algunos solían decirme “manos de pianista” por el tamaño de esas pinzas que tenía adheridas a mis brazos. Mi piel era similar a la cal y mi cuerpo estaba tan formado como el de un animal que denota fortaleza, al menos así era antes de ir a la guerra. Para entonces, era reservado y riguroso, siempre analizaba las cosas con tanta meticulosidad como un juez antes de dar un veredicto. Como aún estaba joven, tenía tantas ambiciones como gotas de agua tiene el mar, pero las cambié todas por una sola: sobrevivir al infierno que me esperaba.
Llegó abril de 1941 e Italia y Alemania habían logrado invadir Yugoslavia. Como el Eje necesitaba utilizar las tropas que ahí estaban para continuar batallando y avanzando en otros frentes, llamaron a jóvenes que habíamos prestado servicio militar para que defendiéramos el territorio que apenas se había conquistado. Enseguida fui trasladado hacia allá.
PARTE II: Una nueva sensación y un nuevo amigo
Una vez que arribé a Yugoslavia, experimenté una sensación nueva para mí. Un frío que, en lugar de hacerme temblar, me entumecía y retardaba mis movimientos, incluso me costaba controlarlos. Con eso apareció lo que, sin saberlo, resultaría ser mi medicamento y salida para muchos acontecimientos próximos: el miedo. Tenía temor de no poder reaccionar rápido ante los ataques de los partisanos yugoslavos, temor de que la inmovilidad me impidiera correr y que esto no me permitiera volver a ver a mi familia.
Fui designado jefe de tropa y mi mano derecha, un total desconocido, terminaría siendo un hermano para mí. Solo a él es a quien recuerdo, jamás olvidé nuestro primer intercambio de palabras.
—Soy Cataldo —se presentó.
—Michelle —le respondí, sin ánimos de hablar.
Él insistía en conversar.
—¡Qué curioso…! Ni pensar que, sin siquiera conocernos los unos a los otros, somos lo que nos queda.
El desconocido, ahora con nombre, terminó de pronunciar esas palabras e inmediatamente caí en cuenta… era cierto. Esa tropa era mi nueva familia, ellos eran con quienes contaría a partir de entonces. Serían quienes podrían salvar mi vida y yo la de ellos. Dejé de lado mi antipatía y empecé a ser más amable.
—Tienes razón. Hagamos algo… tú cubres mi espalda y yo cubro la tuya, ¿está bien? —le propuse.
—De acuerdo —repuso Cataldo.
PARTE III: La acción
Llegó la primera contienda. El miedo, como siempre, estaba a flor de piel. La resistencia yugoslava quería de vuelta su territorio y mi tropa, junto a las otras, comenzó a halar del gatillo.
El sonido de las balas impactando en los sacos de tierra que estaban justo enfrente de mi pecho me aterraba todavía más. Podía escuchar mis pulsaciones constantes y aceleradas. El sudor que emanaba de mi cuerpo hacía que mis manos se resbalaran del rifle. Esto lograba que el miedo siempre estuviese presente y fuese uno más de nosotros, los llamados “plumas negras”. Fue una batalla ardua. Ningún bando quedó totalmente destrozado como para rendirse, pero ambos perdimos muchos hombres. Por suerte, Cataldo seguía con vida.
Intercambios de disparos y granadas siguieron ocurriendo, todos llenos de exaltación, nerviosismo y temor, mucho temor. Hubo centenas de disputas iguales a la primera, a excepción de una que nunca olvidé. Estábamos los que quedaban de mi tropa y yo disparando continuamente al enemigo, pero decidí incorporarme un segundo para verificar que una bala no hubiera perforado mi costado. En eso, Cataldo me haló por el pantalón hacia el suelo y una bala dio en mi casco metálico. Increíblemente, ya ese desconocido había cumplido la promesa que nos hicimos mutuamente el primer día. Seguimos disparando hasta que cesó el fuego. Aprovechando la oportunidad, me dirigí a él.
—Gracias por salvarme —le dije.
—No me agradezcas, Michelle. Recuerda… somos lo que nos queda —me respondió.
—No, de hoy en adelante, seremos hermanos —le recalqué.
Seguido de eso, Cataldo me regaló la mayor verdad que jamás hube oído:
—Por cierto, no le tengas miedo a nada. Ni siquiera le tengas miedo al miedo. El miedo no paraliza. En la guerra, el miedo es lo que te hace seguir para continuar con vida.
Esas palabras me impactaron.
PARTE IV: La retirada y la despedida
Había transcurrido más de un año desde que llegamos a Yugoslavia y no quedábamos suficientes soldados fascistas para enfrentarnos a los partisanos. Tampoco nos llegaban los suministros, pasábamos hambre y solo conseguíamos papas crudas debajo de la tierra. De eso nos alimentábamos. Jamás pensé que amaría tanto un tubérculo, fue lo que nos mantuvo nutridos, además de cualquier animal que pudiésemos capturar por ahí.
Decidí guiar a mi tropa hacia Italia porque Yugoslavia ya estaba prácticamente perdida. Empezamos a escapar, caminábamos de noche. De día no podíamos avanzar porque los yugoslavos, que nos estaban acechando, tenían vestimenta blanca y se camuflaban con la nieve. El miedo seguía en mí y también podía sentir el de mi tropa. No dejaba de pensar que no abriríamos fuego, sino que solo caminaríamos para salir de ahí y que todo ese esfuerzo, en cualquier momento, podía no haber valido de nada si nos veían y acababan con nosotros. Pero, después de mucho sigilo, salimos de Yugoslavia.
Ya ubicados en Grecia, nos topamos con un valle que debíamos atravesar para continuar el camino hacia Italia, pero en esa zona fue donde peor y más abrumados nos sentimos. Había aliados alemanes que mataban italianos porque los habíamos dejado solos en la lucha por Yugoslavia. De igual forma, la resistencia griega se hizo presente y teníamos que cuidarnos el doble. Decidimos avanzar, pero en una colina había guerrilleros griegos de los que no nos percatamos y fue entonces cuando hirieron a mi compañero, amigo y hermano de guerra, Cataldo. Mientras moría, estuve a su lado. Me dio su placa para su mujer acompañada de un te amo para ella y su pequeño hijo. Pude apreciar sus órganos salir de su cuerpo. Sus tripas reventadas parecían un plato de espaguetis elaborados con material humano. Presencié el dolor que lo estaba anestesiando para dormirlo eternamente. Luego de su último aliento, solo pude sentir pena por su familia. Con su partida, este hombre dejaría a una mujer inconsolable y a un pequeño huérfano que no comprendería el quebranto emocional de su madre. Al final… no éramos los únicos que sentíamos miedo. Cualquier familiar de un soldado de guerra también debía estar aterrado, seguro era peor para ellos por la incertidumbre de no saber si recibirían en la puerta a la persona que estimaban o un objeto insignificante en memoria suya. En fin… ahí, en tierra griega, vi por última vez al hombre que me había salvado de un agujero en la cabeza.
PARTE V: El recuerdo para el impulso final
Una vez muerto Cataldo, la tristeza se apoderó de mí. Yo era mitad tristeza y mitad miedo. En ese momento, recordé las palabras de mi amigo: “En la guerra, el miedo es lo que te hace seguir para continuar con vida”. Su voz retumbó en mi mente e hizo que utilizara el miedo y su recuerdo para no detenerme hasta lograr la meta que teníamos estipulada. Al darnos cuenta, estábamos en un puerto de Grecia. En ese lugar, me despedí de quienes habían sido mis familiares en la adversidad. Todos nos apoyamos y ayudamos mutuamente, construimos una verdadera hermandad. A partir de entonces, cada uno de nosotros siguió su curso.
Avancé por mi cuenta y me colé en una no muy grande embarcación que me terminaría acercando hasta mi tierra. Mi pie volvió a pisar Italia después de casi dos años. Llegué al puerto de Trieste y necesitaba ir rumbo al sur, donde estaba mi casa. Me sentí extenuado y las ampollas que se resguardaban dentro de mis botas hacían insensible el dolor de mis pies. Esto último hizo que, casi sin pensar lo que me quedaba por recorrer, continuara. Llegado un momento, mis piernas flaquearon. Por suerte, me topé con algunos burros que me resultaron útiles para la travesía. Sin poder creerlo, luego de seis meses sin parar de caminar, estaba en Teora, Nápoles. Recuerdo que apenas abrí la puerta de mi hogar me derrumbé. Las lágrimas caían de mis ojos como un torrente. Mientras corría hacia mi familia, drenaba todo lo que no había podido exteriorizar. El hecho de tenerlos entre mis brazos me hizo sentir el hombre más afortunado del mundo.
La guerra es dura y te obliga a aparentar ser valiente. Digo aparentar porque, ante una situación como esa, nadie es realmente osado. Hasta los más aguerridos reclutas de guerra sentimos y sufrimos miedo, pánico, terror. Lo peor es que, estando en el campo de batalla, el miedo se queda perplejo en comparación con la impotencia que da el sentirse una pieza más del tablero de ajedrez de los líderes mundiales. Nos ponen al frente mientras piensan en su próximo movimiento.
Después de la guerra, las naciones pueden recuperarse, resurgir y, en unos años, verse como si nada hubiese pasado, pero… ¿y las familias…? Ellas quedan destruidas y no hay nada que puedan hacer para traer de vuelta a los seres que tanto amaron. Gracias a Dios, a un gran amigo, a unas papas y a un inmenso miedo, mi familia está completa y yo vivo para contarlo; lamentablemente, otros no.




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