Mi bigote de nieve. Por Sabrina Lamura
- ccomuniacionescrit
- 28 ene
- 5 Min. de lectura

Dedicado a la persona que me enseñó a vivir
A pocos pasos del control de seguridad, me esforzaba por controlar lágrimas que luchaban por brotar y un nudo en la garganta que cada vez se hacía más tenso. Nunca he sido buena para las despedidas, menos aún en aeropuertos, donde las emociones agridulces abundan y, definitivamente, menos cuando soy una sentimental incorregible. Pero ese día, antes de cruzar las puertas que me regresarían a mi país, algo me decía que debía voltear. Me repetía una y otra vez: “Sabrina, voltea. Corre, abrázalo, no sabes cuándo será la última vez”. Así que lo hice. Di una vuelta, corrí y lo abracé, mientras mi voz se quebrantaba al decirle: “Te amo”, a la persona que me enseñó a vivir.
Ahora entro a mi museo favorito, el museo de mi abuelo, o, mejor dicho, su biblioteca de vida. A la derecha, tres estantes altos plagados de libros que pienso leer antes de cumplir los 80, entre ellos un atlas con el que me enseñó a diferenciar Oceanía de la Antártida y a discernir entre Corea del Norte y Corea del Sur. A la izquierda, un globo terráqueo con el que me trazó su ruta desde Galicia hasta Venezuela, junto a unos dominós de un juego inconcluso. En mi mente, ese olor inconfundible a whisky que evoca recuerdos atesorados, junto con el sonido distintivo de un par de hielos que se entrechocan suavemente contra el vaso de vidrio pequeño y ancho, que descansa sobre la misma mesita de madera donde él lo dejó por última vez.
Cabe destacar que mi abuelo no era ningún geógrafo, pero sí fue granjero, taxista, librero, editor, distribuidor de telas...y, ¿por qué no? Algunas veces hasta pensé que era Santa. ¿Y cómo no iba creerlo? Él era un señor de cabellos plateados, con una barriga generosa, producto de su amor por el chorizo y el pan, que, a pesar de su apariencia gruñona, bañaba cualquier habitación con una luz blanca y vibrante cuando sonreía.
Un día, al preguntarle cómo era que sabía tanto sobre el mundo, me respondió: “Mi corazón recorre el mundo”. Esa frase, de tan solo cinco palabras, quedó grabada en mi memoria como una cicatriz. Vendía libros llenos de magia, y sus chistes hacían que sonriera hasta que mis mejillas se surcaran con hoyuelos. A la salida del colegio, solía comprarme un helado y limpiaba mis lágrimas cuando la crueldad del mundo tocaba a mi puerta.
Sin embargo, también era un hombre de carácter que, dado el momento, me hacía saber con firmeza cuándo erraba, y no tenía tapujos a la hora de reprocharme si sobrepasaba un límite. Un hombre que, con cariño y cierta complicidad, me llamaba “canalla”, a pesar de que su incorregible espíritu escorpiano lo hiciera aún más insurrecto que yo.
Su historia, como la de cualquier inmigrante, siempre me conmovió. Desde muy joven, huyó de Galicia para evitar ser reclutado en la guerra civil y encontró su lugar en Venezuela. Su acento nunca cambió, el recuerdo de su tierra jamás se desvaneció y su amor por este país no hizo más que crecer con el tiempo. El resto es historia.
Hace siete años, decidió regresar a España con mi abuela, y aunque fue un golpe amargo para la familia, sabía que le gustaría estar de vuelta en su tierra, donde el chorizo sabía mejor, las medicinas no escaseaban y los tiempos que se avecinaban no infundían temor. Lo que no sabía era que, en esos momentos, una bolita dañina estaba invadiendo su cerebro con un solo objetivo: darle muerte.
La bolita fue silenciosa y astuta, porque creció durante siete años o más sin hacer alboroto, planificando un asesinato silencioso y tan poderoso como el veneno de una mamba negra.
Dos semanas antes de fallecer, lo vi a través de la pequeña pantalla del celular de mi mamá, quien se encontraba en Galicia, custodiando sus últimos respiros. Pero ocurrió lo que más temía: la bolita había consumido sus recuerdos. Cuando aparecí en aquella pantalla, su vista se nubló; no parecía recordarme, no pudo decir mi nombre. Desde ese momento supe lo que era tener el corazón roto. Mi abuelo inspiró en mí la valentía con la que, desde pequeña, enfrento la vida, pero no me había preparado para enfrentar aquella dura realidad. La persona más activa, decidida y echada pa´lante que había conocido, ahora yacía postrada en una camilla blanca, rodeada de tubos y despojada de energía. Pero a mí no me importaba. Lo único que quería era estar allí, abrazarlo, cuidarlo, hacer que me conociera de nuevo y agradecerle por haberme enseñado lo que la riqueza significaba en realidad. Deseaba ver el atlas con él y recorrer el mundo juntos por última vez. Pero la distancia era el enemigo y el tiempo, el verdugo implacable.
En ese momento, sentí lo mismo que en aquel aeropuerto de Galicia antes de despedirme, pero esta vez no podía decirle “te amo” sabiendo que no reconocería a la niña que lo admiró toda su vida. Temía que, de hacerlo, en lugar de recibir un “también te amo”, me mirara con desconcierto y preguntara “¿Quién eres?”, o, aún más doloroso, que se sumiera en un silencio que pesaría por siempre en mi corazón. Así que me resistí, ahogué mis lágrimas, le sonreí con el alma expuesta y tensé el nudo en mi garganta lo más que pude para evitar emitir cualquier sonido que alterara la paz de esa videollamada. Caminé ligera hacia mi cuarto, ansiando que mis pasos lentos se sincronizaran con el latir de mi corazón para desembotellar la tristeza que disfrazaba con una sonrisa sin hoyuelos lo antes posible. Rompí en llanto en cuanto giré la cerradura.
Pocos días después, recibimos la noticia. Aquella bolita había hecho su trabajo y, desde ese día, le tuve coraje a la vida. Es aquí cuando el ser humano culpa a Dios y se culpa a sí mismo por no poder salvar a los que ama y por no reconocer a tiempo que esas lagunas no eran simplemente una señal de que los años habían pasado. Ahora creo que, ese día en el aeropuerto, tras mi última visita a Galicia, un ángel me acarició el oído para decirme que aprovechara el momento. Y agradezco a ese ángel por haberme dado la oportunidad de despedirme como era debido, por haberle dicho “te amo” a la persona que cultivó en mí la pasión por lo desconocido y la empatía por los rostros de extraños.
A veces cierro los ojos para recordar su voz, para revivir cómo se sentía tocar su bigote de nieve y cómo eso les daba a las yemas de mis dedos un cosquilleo instantáneo que recorría todo mi brazo hasta hacerme soltar una risa que ahora solo puedo recordar como un eco lejano, un recordatorio de lo feliz que me hizo. Para sentir las gotas del whisky frío que resbalaban por el vaso de vidrio y caían sobre los cojines del sofá blanco. Para volar con cada “abrazo de oso” que me daba y me hacía sentir como la niña más afortunada del mundo.
Ahora me encuentro leyendo el atlas, agarrándole el gusto al whisky y queriendo ser muchas cosas al mismo tiempo. Y, de vez en cuando, me sorprendo soñando con un bigote de nieve que haga reír a los demás e invite a sus corazones a recorrer el mundo.




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