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Casi infeliz navidad. Por Norig Guarache


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Eran las cuatro o cinco de la madrugada, no estaba segura, solo sabía que el sol aún no había aparecido cuando mi mamá me despertó para salir al aeropuerto. Durante todo el camino por la autopista sentía que todavía tenía las marcas de la almohada en la cara y el cabello con aspecto de haber sido víctima del ataque de un gato rabioso. Llegamos al aeropuerto. Íbamos a volar desde Cumaná, mi ciudad, hasta Caracas, para luego tomar otro avión con destino a Guatemala, país donde mi papá estaba viviendo temporalmente mientras cursaba un postgrado. Ese era el plan.


Cuando llegamos a Maiquetía, noté que el aeropuerto estaba muy trascurrido. Era quince de diciembre; personas que esperaban su vuelo para pasar las fechas festivas con sus seres queridos fuera del país, así como nosotras, caminaban de un lado a otro con sus maletas. Se escuchaban múltiples murmureos y la voz robotizada que les avisaba a los próximos viajeros que había llegado su turno. Mi mamá empujaba a paso apurado el cochecito donde mi hermana menor se encontraba en los brazos de Morfeo y yo intentaba, aún un poco adormilada por la siesta que había tomado en el avión, seguirle el ritmo mientras arrastraba nuestras maletas hasta el stand de la aerolínea en la que tomaríamos el próximo vuelo para hacer el check-in. La cola avanzaba algo lento porque unos abuelitos no encontraban sus pasaportes. Justo al frente de nosotras, un niño hacía un berrinche a pesar de la mirada amenazante que le lanzaban los ojos de su madre. El escándalo duró un buen rato hasta que por fin el malcriado y su progenitora terminaron el proceso. Finalmente, llegó nuestro turno.


Mientras mi mamá se encargaba de todo el papeleo que yo, dado que tenía apenas nueve años, no entendía, yo veía a mi hermana, con el cabello enmarañado y una expresión de tranquilidad, y deseaba estar durmiendo tan plácidamente como ella en ese momento. Seguí pensando en la inmortalidad del cangrejo hasta que una frase de la conversación de mi mamá y la empleada de la aerolínea captó mi atención.


—Señora, disculpe… los boletos de las niñas fueron cancelados, el único boleto existente es el suyo –dijo la chica detrás del mostrador con cara de extrañeza.


Mi mamá les había comprado los boletos a unos amigos cercanos que eran dueños de una agencia de viajes. Al parecer, sus propios amigos la habían estafado. Yo recordaba que eran dos hombres rellenos y con pinta de simpáticos. Vaya que tenían una buena fachada; nadie se hubiera imaginado que serían capaces de algo así. En la cara de mi mamá se veía la decepción, la desesperación, el enojo. Estábamos ahora en Maiquetía sin boletos para llegar a nuestro destino ni boletos para volver a nuestra ciudad. Mi mamá, con una expresión con la que era imposible diferenciar si estaba más molesta que nerviosa, actuó inmediatamente.


—Quédate aquí me dijo mientras me tomaba de los hombros y me enumeraba las cosas que debía hacer—, cuida a tu hermana, no pierdas de vista las maletas y, lo más importante —me tomó con más fuerza, grita si alguien se te acerca mucho.


Desde ese momento, mi mamá pasó de agencia de viajes en agencia de viajes y nuestro caso fue tratado como una pelota de playa entre todos los establecimientos. Mientras ella seguía buscando la manera de llevarnos a Guatemala, una señora de unos treinta años se me empezó a acercar, y mi mamá, de un momento a otro, ya se encontraba a mi lado.


Esta señora misteriosa resultó ser empleada de una agencia de viajes, una a la que mi mamá no había visitado aún. La señora fue un ángel caído del cielo; se apiadó de nosotras, nos llevó al establecimiento donde trabajaba, hizo malabares con el sistema y nos consiguió boletos para salir esa misma tarde a Costa Rica, pasaríamos la noche allí y en la madrugada saldríamos, finalmente, a Guatemala. Nos despedimos de ella con un abrazo, le agradecimos más veces que las que podíamos contar y nos encaminamos al segundo avión de nuestra travesía.


Al llegar a Costa Rica, unos trabajadores del aeropuerto nos ayudaron a ubicar una posada familiar. En esta intentamos descansar unas cortas horas que se sintieron como siglos hasta que nos tocó regresar para tomar el último vuelo. Esta vez logramos montarnos en el avión, sin problemas, y nos encaminamos al esperado reencuentro.


Aterrizamos en territorio guatemalteco. Ya no había kilómetros que nos separaran de la pieza faltante del rompecabezas que era mi familia. Nos bajamos del avión con los corazones felices, buscamos las maletas y vimos, a la distancia, la figura alta de mi papá.

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