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La despedida. Por Natalia Páez

Actualizado: 29 jun 2022


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Aún recuerdo ese día como si hubiera sido ayer. Creo que no me deja de doler y, sin importar el tiempo, jamás lo hará.


Esa mañana lluviosa, y con el cielo completamente nublado, me desperté. Sabía que era el momento que nunca hubiese querido que llegara y en el que, desde chiquita, me aterraba pensar. Era mi peor pesadilla. Me paré tarde de la cama, no quería enfrentar el hecho de verlo a los ojos y decirle adiós, pero me armé de valor cuando escuché el sonido de la puerta, toc-toc.


–¿Puedo pasar? –preguntó mi papá, al tiempo que abría la puerta–. Acto seguido, yo, rápidamente, aunque era tarde, me hice la dormida. Él me conoce mejor que nadie. Él sabía que llevaba un buen tiempo despierta.


Al entrar, fue directo a darme un beso en la mejilla e inevitablemente abrí los ojos y sonreí. Recuerdo haberlo visto por un largo tiempo; en mi mente le pedía a Dios que jamás dejara que me olvidara de cómo era mi papa. De ese hombre ni tan chiquito ni tan alto, pero sí gordito; de tez blanca como la leche y casi nada de pelo. Aun así, mi papá no se veía nada mal: ojos oscuros como la noche, que irradian luz de día; nariz definida y digna de envidiar, como decía él; cara llena de pecas y una que otra arruga, porque, a pesar de sus sesenta y dos, siempre se ha visto más joven.


Más allá de que siempre me encantó la apariencia de mi papá, me dolía el hecho de tener que despedirme de la persona que me dormía casi todas las noches, desde que tengo memoria, con un cuento que inventaba, y me dejaba un chocolate debajo de la almohada para cuando despertara. No podía verlo y decirle adiós. Darle un último abrazo. Desprenderme de mi papá.


Sin embargo, tampoco podía luchar contra la situación del país, ni contra la pandemia que acababa de llegar a Venezuela, como el huracán Katrina, destrozando familias y separando hogares. Eso fue la pandemia para mí, un huracán, que se llevó a mi papá.

Él formaba parte de los médicos muy mal pagados en Venezuela, pero amaba tanto su carrera y ayudar a otras personas que el dinero nunca le importó. Así, trabajó hasta que, debido a su edad, fue considerado una persona de alto riesgo frente al Covid y tuvo que dejar de trabajar, pues su salud colgaba de un hilo. Mientras tanto, en la casa no dejaban de llegar las cuentas de todos los gastos que teníamos, y esa no era la vida que mi papá quería para su familia. Entonces, tomó la decisión.


Decisión que, cuando me la contó, me cayó como un balde de agua fría, y automáticamente empecé a llorar. Se iba del país.


–Voy a trabajar en la empresa familiar en Portugal, haré dinero. Cuando todo cambie, regresaré –con lágrimas en los ojos y voz ronca, nos dio la noticia a mi hermana y a mí–. Nosotras fingimos que todo estaba bien, pero yo sé que, tanto ella como yo, queríamos ganarle a ese feroz huracán, aferrarnos a nuestro papá y no dejarlo ir. No queríamos dejarlo ir. No podíamos aceptarlo. Pero ese día llegó.


Mientras veía fijamente a mi papá con la esperanza de grabarme cada centímetro de él y así jamás borrarlo de mi memoria, apareció mi mamá, alistando todo para salir al aeropuerto. El transcurso de mi casa a Maiquetía es un recuerdo vago. No quería pensar, mucho menos aceptar la realidad. En el camino me imaginaba diferentes situaciones: que íbamos a la playa en vez de al aeropuerto o que mientras pasábamos por los túneles nos quedábamos atrapados y mi papa perdía su vuelo. Sin embargo, lo que más me imaginaba, lo que más deseaba, era que todo fuera un sueño.


No tardamos en llegar, mis nervios estaban a flor de piel y mi papá no hacía más que abrazarnos. Creo que nunca me había abrazado tan fuerte. Su olor se quedó en mi ropa unos cuantos días.


–Ya es hora, ya es hora –gritaba mi mamá, mientras lloraba y le pedía a Dios que cuidara a mi papá–. Fue ahí cuando acepté que no era un sueño y que no había vuelta atrás. Tenía que irse y, aunque yo no estaba lista, debía ser fuerte, por mi hermanita y por mí.


Sin decir una sola palabra, sus ojos llorosos nos lo dijeron todo. Que él nos amaba y nos iba a extrañar tanto como nosotras a él. Que él nos cuidaría desde lo más lejos, porque no teníamos que estar cerca para sentirnos juntos.


Pronto se cumplirá un año de la despedida. No hay día en el que no piense en mi papá, pero sé que pronto la familia estará de nuevo unida y no habrá desastre natural que nos pueda volver a separar.

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