Un viaje a la tierra del flamenco. Por Nicole Reyes
- ccomuniacionescrit
- 8 sept 2021
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Hace 7 años, en 2014, viajé a España por cincuenta días con mis tíos Richard, Ana y mi primo Aurelio. El itinerario era este: el doce de julio despegaríamos del Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar y aterrizaríamos el trece de julio en el Aeropuerto de Oporto-Francisco Sá Carneiro; una vez allí, a eso de las once de la mañana tomaríamos un autobús que nos llevaría hasta la ciudad de Vigo, donde nos instalaríamos en el apartamento de mi tío; al día siguiente, tomaríamos el carro para viajar una hora y media hasta Abelenda, Avión, el pueblo donde nacieron los padres de Richard y donde se encuentra casi toda su familia; disfrutaríamos de las fiestas y las reuniones familiares; quizás conoceríamos Madrid y saldríamos de compras; y una semana antes de cumplirse los cincuenta días iríamos a Portugal, para ver a mi familia y a mis abuelos quienes también se encontraban de viaje para ese momento.
I
Oporto, Vigo, Abelenda, O Carballiño, Pontevedra, Madrid, y, por último, Madeira. Siete lugares con muchas cosas en común y aún así completamente diferentes.
De Oporto, no olvido su aeropuerto, repleto de cristales hasta el techo que llenaban el espacio de mucha luz; blanco, ordenado, y sumamente pulcro.
Vigo fue uno de mis lugares favoritos, lleno de atardeceres hermosos y tiendas, muchas tiendas. De él rescato dos anécdotas increíbles: la primera es que justo debajo del apartamento teníamos un supermercado subterráneo, algo que yo creía imposible, y mi emoción era tanta que cada vez que podía bajaba a comprar algo. La segunda, y la más graciosa, fue un día caminando por el pasillo del príncipe, una fila con tiendas de ropa a cada lado. Esa tarde decidí que quería un waffle, por descuido me tropecé con mis tíos y mi delicioso, esponjoso y crujiente waffle se cayó al piso, sin embargo, ni siquiera tuve tiempo de recogerlo porque a toda velocidad pasó a mi lado una gaviota, que casi me quita una oreja, y se lo llevó…
Abelenda, mi lugar feliz, un pueblo escondido entre bosques y pinos que casi podrían tocar el cielo. Su belleza y energía es magistral, desde que ves la señal blanca que dice “Abelenda” a un lado de la carretera te empiezas a sentir diferente, es como un espacio donde te encuentras contigo mismo, lleno de árboles, ríos, con un clima ni caliente ni frío, con una iglesia en la cúspide de la montaña, donde reina la tranquilidad y se siente mucha paz.
O Carballiño y Pontevedra, dos sitios bastante lejos uno del otro, a los que nunca dejábamos de ir si queríamos ver a nuestros amigos. Pequeñas ciudades para caminar por sus plazas, comer tapas, visitar tiendas de videojuegos, tomar café con las tías y, luego, regresar a casa.
Madrid, convulsionada, vanguardista, que irradia diversión y frescura. Estuve allí menos de siete días, pero pude conocer lugares históricos como la Puerta del Sol, el Palacio Real, la Plaza Mayor, el Estadio Santiago Bernabéu, el Museo del Prado, el Kilómetro Cero, la Gran Vía y el Parque Warner.
Y Madeira, la tierra de mis abuelos, un lugar que al principio no me emocionaba tanto por sentir que se había quedado “pasmado” en el tiempo. Sin embargo, qué alegría me dio ver a casi la mitad de mi familia, que hasta el momento no conocía. Saltar desde un trampolín al mar abierto, pasear en un catamarán, comer mi plato favorito, ir a fiestas, pero, sobre todo, compartir con mis abuelos una aventura así.
II
La comida, seamos sinceros, quién no ama comer rico. Desde las tapas y las bandejas con diferentes quesos y chorizos hasta platos fuertes como la paella y todo tipo de pescados. Comí delicioso, esa es la verdad; comí y comí hasta explotar. La familia de mi tío es española/mexicana y siempre nos sorprendían con tacos y flautas.
Las flautas, una maravilla mundial, tacos de maíz rellenos con un guiso rojo y jugoso de pollo y chorizo, fritos y acompañados con guacamole, para comérselos con una Coca Cola muy fría, un regalo de los dioses.
La Coca Cola, algo que no puedo ignorar, un sabor que no sabría explicar pero que en definitiva no se parece al de Venezuela ni al de los Estado Unidos, adictiva, esa es la verdad.
El pulpo, las pizzas congeladas, las gomitas ácidas, los chocolates Milka, los cereales, el yogur y el mousse, pero, sobre todo, los helados de Nestlé.
Uno de los recuerdos más lindos que guardo en mi mente son las noches en las que después de cenar, mi tía Ana y yo nos sentábamos a ver las estrellas desde el balcón, mientras comíamos un cremoso sándwich de helado sabor a nata de Nestlé.
III
La familia de mi tío, mis amigos, las personas que conocí, a todos los guardo en un cofrecito de amor en mi corazón, y anhelo cada día volver a verlos. A mis amigos porque todos los días salimos a pasear en bicicleta por el pueblo, recolectábamos frambuesas, jugábamos fútbol, tomábamos Nestea y luego volvíamos a casa queriendo adelantar el tiempo para vernos de nuevo al día siguiente. Montse, Nicolás, Lucy, Sofía, Sandra, los gemelos, Angie, Mayte, todos y cada uno de esos niños especiales, rubios, morenos, altos, bajitos, diferentes, pero llenos de locura y alegría contagiosa.
Marga, Mónica, Chamín, las tías, el abuelo, toda la familia de mi tío que nos llenó de tanto amor y nos consintió tanto. Repletos de risas, anécdotas, aventuras, inteligencia al hablar y fácil conversación, y sí, mucho flamenco.
Y mis tíos y primos en Portugal, que nos abrieron las puertas de su casa y nos brindaron una felicidad que llena el alma.
IV
En definitiva, el retorno es la parte menos emocionante de viajar, pero lo que es bien disfrutado jamás se olvidará. Cumplidos los cincuenta días volvimos a Venezuela, a la primera persona que vi fue a mi mamá, rubia, serena y feliz de verme, la abracé con muchas ganas de llorar y todo volvió a la normalidad, regresamos a casa, el viaje había terminado. Esa experiencia fue un regalo que compartí con mis personas favoritas y que llevo por siempre en mi corazón. Una aventura que espero repetir pronto, para venir con nuevas historias y traerme muchos recuerdos en el corazón.




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