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Turista en Caracas. Por Daniela Goncalves


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La universidad es como la adultez, cuando se es niño se ve lejos, pero realmente está más cerca de lo que pensamos y nunca se está preparado para ella. Finalmente había llegado el momento de tomar la decisión más importante y que definiría toda mi vida: dónde estudiar mi carrera universitaria. Después de hablar una y otra vez con mis padres, meditarlo con la almohada y pensarlo cada segundo, minuto y hora de mi quinto año, tomé una decisión: Caracas sería mi próximo destino.


Había llegado la hora de partir de casa. Estaba muy segura y determinada hasta que al estar en el carro rumbo a la gran ciudad vi por la ventana cómo iba dejando atrás el gran lago de Valencia. En ese momento comprendí que mi vida se había resumido en dos maletas y las preocupaciones empezaron a invadir mi cabeza: cómo sería cocinarme todos los días, cómo sobreviviría al transporte público o mucho peor, cómo lograría pasar semanas sin recibir un abrazo de mis padres. Sin embargo, sabía que no había marcha atrás. Confié en la magia de los nuevos comienzos.


Y así fue como entre el sonido de las guacamayas, las lágrimas, la nostalgia, el Ávila, un “A pesar de que no me veas, yo siempre estoy contigo” de mi mamá y un “Tú puedes con esto” de mi papá, comenzó mi aventura en la gran ciudad de Venezuela.


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Solo hizo falta que pasaran dos semanas de llegar a la capital para comprender el dicho “Caracas es ciudad, lo demás es monte y culebra”. Todo me parecía increíble. Era imposible que las personas no notaran que no era caraqueña. Mi cara de turista me delataba. Muchas veces pasé vergüenza por demostrar notoriamente mi valencianidad al decir “Liquid paper” en vez de “Tipex”. Sin embargo, nada se comparaba con la pena que pasé aquella noche cuando mis compañeros de residencia me sacaron del encierro. Al pasar por las calles y ver que la vida nocturna de Caracas no se comparaba ni un poquito a la de Valencia, dije: “Aquí se ven demasiados carros de noche. ¿Tantas personas comen perros calientes en una esquina de Las Mercedes a esta hora?”. Bastaron esas pocas palabras para que mis amigos no solo no pararan de reírse durante toda la autopista Francisco Fajardo, sino que no dejaban de preguntarme: “¿Allá en Valencia su diversión es darle de comer a las gallinas o alimentar a las vacas?”. Ahí aprendí que debo pensar muy bien qué voy a decir, porque mis palabras pueden ser objeto de mi propia destrucción.


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Caracas es la clara demostración del dicho que dice: “Si no te gustan las espinas, no aceptes rosas”. Desde que pisé su suelo siempre pensé que era una ciudad hermosa, pero un 23 de noviembre de 2019 me demostró que tenía una parte oscura. Eran las tres de la tarde cuando subí al metro. Siempre seguía las recomendaciones que me decía mi mamá: el teléfono guardado debajo de mi camisa, llevar puesto un pantalón y los peores zapatos. Justo antes que se cerraran las puertas entró una persona de aspecto sospechoso. No habían pasado ni cinco segundos de haber arrancado cuando mis ojos vieron cómo el hombre sacó, de su bolso tricolor, una pistola. Nos apuntó a todos. Pasó asiento por asiento amenazándonos, colocándonos el arma en la cabeza para que le entregáramos nuestras pertenencias. Una vez que obtuvo lo que quería se bajó como si solo hubiera ido de compras. Ese día no solo confirmé que de un infarto no me voy a morir, sino que entendí que mi sueño de ser turista en Caracas era más grande que un robo en el metro.


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Muchos creen que ser “independiente” y vivir en otra ciudad lejos de tus padres es lo mejor que le puede pasar a cualquier persona. Habían transcurrido escasos meses de haber llegado a Caracas y de haber comenzado mi travesía como ucabista cuando comprendí la realidad que existe detrás de ello. Siempre hace falta ese beso antes de ir a dormir. Siempre hace falta ese abrazo de mamá junto a su frase “Todo va a estar bien”. Siempre hace falta llegar de la universidad y encontrarse la cena servida. Siempre hace falta acostarse a ver una película en familia el fin de semana. La verdadera realidad, esa. Río a carcajadas durante el día, disfruto de un gran campus universitario, recibo una gran educación, pero al final de la tarde llego a un cuarto vacío a iniciar una llamada para contarle a los amores de mi vida cómo me fue en mis clases. Siempre finjo que todo está bien, cuando en realidad mi corazón está roto y solo quisiera tomar un autobús para regresarme. Sin embargo, basta con que escuche a mis papás decir: “Soñamos con verte vestida con toga y birrete”, para que seque mis lágrimas y continúe mi gran aventura caraqueña.


Ser turista en Caracas consiste en eso, en una experiencia agridulce. En que te pregunten: “¿Allá en Valencia hay carros o se mueven en caballos?”. En comer perros calientes de Joao en la madrugada en Las Mercedes. En antes de montarme en el autobús rezar diez rosarios para que no me roben. En llorar a solas en mi cuarto, porque siento que no puedo más con la universidad. En perderme en el metro y tener miedo de preguntar. En aprender a hacer mercado sola y lograr diferenciar el cilantro del perejil. Pero, sobre todo, en dar gracias porque estoy estudiando en el lugar que soñé. Sin duda, ser turista en Caracas es una aventura solo para valientes y yo día a día acepto ese reto.

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