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Su pequeña gran hija. Por Danielys Pérez


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Se aproximaba otro fin de semana, las compras para la venta estaban listas, el pago de los proveedores estaba al día y los clientes, ansiosos por deleitarse con nuestros “pepitos”. Era jueves y me sentía agotada, apenas podía descansar de todo el “trajín” rutinario que ya iba para cuatro meses; la universidad, los oficios de la casa, el trabajo y los problemas eran algunas de las causas de mi variable estado emocional. Así mismo me levanté del sofá, me hice una “cola de caballo” y procedí a lavarme las manos para picar los aliños del pollo, la carne y el pernil.


Mientras hacía los cortes, iba repasando una lista mental de las evaluaciones que aún faltaban por realizar y de las fechas en que debía enviarlas. En ese momento pensé en cuánto me hacía falta una salida para desconectarme de todo ese tráfico. El estrés me estaba consumiendo y todos los días me sentía entre amargada y melancólica; si ser adulto significaba esto -pensé-, deseo retroceder a mi infancia. Entre tanto pensar, inesperadamente se acercó mi madre abrazándome por detrás y dejando pequeños besos en mi mejilla izquierda, y me dijo: “No importa todo lo que esté pasando, prioriza tu felicidad y tranquilidad. Eres muy noble y bonita para que te encierres en ti misma”.


Me quedé en silencio. No tenía palabras para responder. Es sorprendente cómo una madre siente y sabe interpretar nuestro silencio. Una lágrima recorrió mi mejilla y luego suspiré, sus palabras me calmaron un poco y me motivaron a no desistir. A veces me siento culpable de no poder expresarles mis sentimientos a las personas. No sé el porqué, pero se me hace difícil pronunciar un “te quiero” o “te amo” cuando lo siento de verdad.


De pronto, sin que la esperáramos, llegó mi tía y me invitó a pasear el día sábado. Luego supe que todo había sido obra de mi madre; ella, sin decírmelo, lo había planificado. La abracé y le agradecí ese significativo gesto hacia mí, su pequeña gran hija.

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