top of page

Sinfonía de un recuerdo. Por Oriana Giménez


ree

Aquel día mi atención fue acaparada por un hombre sucio y harapiento en pleno Bulevar de Sabana Grande. Frente a él, reposaba en el suelo un viejo estuche rectangular como una urna, que invitaba con sus fauces abiertas a dejar en su interior un par de bolívares. Pero el improvisado artista callejero no era el que me había obligado a parar mi caminata por la ancha avenida de tiendas, y mucho menos desviarme de mi itinerario, sino lo que sostenía entre sus manos y mentón, un violín. Un violín, no, era el violín que cometía la osadía de tocar la Sinfonía n°5 de Beethoven, peor aún, me envolvía en esa mística melodía que iba inflamando mi corazón e incendiaba mis recuerdos. Estaba despertando de un sueño.


Las lágrimas más dulces brotaron de mis ojos cuando el hombre empezó de nuevo la misma partitura, mientras la silueta curvilínea de mi primer amor, el violín, encontraba la luz en los pentagramas de mi infancia; cuando aprendí a darle amor al limpiar su compacto, pero delicado cuerpo de madera; cuando aprendí a afinar sus cuerdas sin temor a que estas salieran disparadas de los afinadores; cuando aprendí que las horas de práctica dejaban grietas en mis dedos; cuando aprendí que unas clavículas prominentes pueden ser atractivas, pero no son un buen lugar de reposo para un instrumento. Ahí supe que sería un camino de sufrimiento que estaba dispuesta a transitar por mi amor. O eso creí, pues hace años que abandoné la música, la orquesta, decepcioné a mis compañeros de cuerdas, a mi violín. Solo me quedaron recuerdos en allegretto.


Ese día, ese hombre, ese violín, la Sinfonía n°5 de Beethoven, nunca se me olvidarán. Me fui con la nostalgia en la garganta directo a mi casa. Al llegar, ni siquiera revisé mis compras como siempre a causa de un anhelo a tempo passionato que me guiaba hacia las profundidades de mi armario hasta que finalmente divisé las clavijas y el mango de mi violín. No había envejecido ni un día. Sentí un cosquilleo en mis manos y ahí entendí que, sin darme cuenta, lo estuve buscando durante años. En ese instante, mi vida había cobrado un nuevo sentido, o mejor, había recuperado el sentido. Las circunstancias me habían separado de mi pasión y el pasar de los años me mantuvo encerrada en una prisión de la que solo el violín era capaz de liberarme.


Yo, a mis dieciocho años, usaba brackets y ya desde hace unos años me interesaban los muchachos. A él le faltaban un par de cuerdas y algo de barniz.

Comentarios


bottom of page