top of page

Sin albóndigas, por favor. Por Chadia Souki


ree

La evolución es el proceso por el cual todos los seres vivos hemos pasado en algún punto de nuestra vida. No estoy hablando de la genética, las características fenotípicas, ni nada de lo que nos enseñaron en las clases de biología, más bien, me refiero al cambio progresivo que tiene la personalidad de cada individuo.


A una corta edad aprendí lo frágil y sencillo que puede ser perder tu propia esencia. En cuestión de segundos, el mundo de una persona puede cambiar completamente, como cuando un padre es promovido en el trabajo y puede darle a su familia una mejor calidad de vida o cuando un joven se gradúa de la universidad para empezar una vida profesional. No obstante, también existen experiencias profundamente negativas como la pérdida de familiares, crisis emocionales o el fracaso de algún proyecto de vida.


Desde pequeña siempre brillé por mi perseverancia y mis ganas de comerme al mundo. Pasé cinco años en natación mientras simultáneamente practicaba ballet, no mucho tiempo después el tenis captó mi atención, y a lo largo de todo este tiempo amaba practicar fútbol con mis hermanos cuando tenía un momento libre.


A los once años de edad decidí que quería empezar a hacer gimnasia olímpica, mi deporte favorito desde que tengo memoria. Combina la fuerza y habilidad física con la elegancia y el baile. Estuve mucho tiempo esperando para ingresar en el equipo de mi colegio, ya que aceptaban a niñas con un mínimo de diez años.


El día que entregaron los resultados de las audiciones no podía estar más feliz, no paraba de gritar de alegría que había sido seleccionada. Incluso, mis padres me vieron tan pero tan emocionada que decidieron llevarme a comer a mi lugar favorito como celebración, obviamente, en aquel entonces, era McDonald 's. Al salir abrazaba a mis papás diciendo que era el mejor día de mi vida.


Las prácticas comenzaron y me estaba volviendo muy buena en ello. Recuerdo que las entrenadoras siempre me pedían que dirigiera el calentamiento, cosa que a mí me hacía sentir extremadamente importante, aunque de seguro era porque a ellas les daba fastidio hacer esa parte del trabajo.


Fui conociendo las diferentes actividades que conformaban la gimnasia olímpica. La prueba de “barra fija” siempre fue de mis favoritas, aunque me costaba un poco por mi poca fuerza en los brazos. Por otro lado, practicar “salto” siempre lo odié, solía tomar toda la clase y no cambiábamos mucho lo que hacíamos. Aunque el “riel de equilibrio” era de los más peligrosos, por alguna extraña razón me fascinaba la adrenalina del perfeccionismo que requería estar ahí arriba. Pero, mi parte favorita siempre fue practicar “suelo” o “manos libres”, aquí podíamos hacer diferentes acrobacias al ritmo de la música y expresarnos un poco más de lo usual.


Al poco tiempo de haber empezado, me ascendieron de nivel y evidentemente mi felicidad también se subió a este escalón.


Yo era muy dedicada con la gimnasia porque la amaba mucho. Llegaba a mi casa a practicar los mortales que no me salían para llegar a la siguiente clase y hacerlo increíble. Lo sé, suena como la niña que todos odiábamos, pero siempre lo hice con el fin de superarme, ya que quería llegar a hacer las pruebas más difíciles. Sin embargo, no vi el golpe que venía a 300 kilómetros por hora por estar en este deporte.


Alrededor de ese tiempo me vino por primera vez la menstruación (cosa que me sigue arruinando la vida cada mes). Como toda niña, fue algo abrumador, sobre todo porque mi madre nunca fue de las que dan charlas sobre las cosas que los niños van a aprender a medida que van creciendo. Más allá de esto, mi cuerpo empezó a cambiar mucho y muy rápido. Mi metabolismo que trituraba todo lo que consumía y mi cuerpo sin curvas pasó a ser todo lo contrario. Era una niña “gorda” y la coordinadora en gimnasia me lo hacía saber.


La coordinadora Chris, o como todas la llamábamos la “albóndiga azul” (por su peso y su vestimenta de azul neón de pies a cabeza todos los días), era una señora que sobrepasaba los sesenta años, conocida por lo mala que era con todas las niñas de la gimnasia. Suena como una típica película estadounidense, pero puedo asegurar que estas personas no solo existen en Disney sino también en la vida real. Básicamente la “albóndiga azul” solía agredir verbalmente a las niñas en los diferentes niveles. A mí en particular nunca me había sucedido, más bien me solía cumplimentar por mi compromiso y desenvolvimiento. Sin embargo, esto cambió rápidamente.


Después de cada clase nos sentaba a todas para hablar de distintos temas, siendo su favorito hablar sobre mi peso. Me pedía que me parara junto a una de mis compañeras (una de las personas más flacas que he conocido; aunque hubiese querido verme como ella, nunca hubiera podido llegar a ese nivel de delgadez) y me explicaba en frente de las otras 20 niñas que debía verme de esa manera. Además, me amenazaba cada viernes en la tarde asegurando que no me pasaría de nivel a menos que bajara de peso.


Al principio me daba igual, realmente no lo veía como algo malo, pero gradualmente en mi mente comenzaron las comparaciones. Poco tiempo después la seguridad que tenía en mí misma desapareció.


Apenas oía a un grupo de personas reírse al caminar por los pasillos del colegio o incluso sentada en mi pupitre de clase sentía que se estaban burlando de mi apariencia o mi forma de ser. Empecé a ser más callada y cohibida, al punto que me tomó años atreverme a volver a querer salir y hacer nuevos amigos. También discernía entre quiénes eran populares o no, hasta darme cuenta de que yo no era nadie importante en esa división.


Me seguía hundiendo, cada clase de la semana sucedía lo mismo. De la nada comenzaron a salirme unas grandes rayas rojas en los glúteos y la entrepierna… malditas estrías. No faltó mucho para que quisiera dejar de ir a la gimnasia solo por no querer usar esa estúpida malla en frente de todos.


Al fin llegó el mes de julio, vacaciones. En ese tiempo desarrollé la habilidad de ver cada uno de mis defectos, además de que me salió una pintoresca uniceja y un pequeño bigote de puberta. Tenía unos tres lunares en la nariz que me hacían sentir horrible, incluso podía llorar treinta minutos seguidos al verme en el espejo. Sentirme mal por cómo me veía ya era parte de mi rutina diaria.


El nuevo año escolar comenzó y la “albóndiga azul” llegó a las últimas horas del día para anotar a quienes seguirían en el equipo. Cuando llegó mi turno no sabía qué hacer, lo había hablado con mi madre e insistió en que no me saliera. Probablemente pasaron unos quince segundos desde que había dicho mi nombre, estaba esperando una respuesta. Volvió a repetirlo con un tono de molestia y ahí fue cuando decidí decir que no. Nunca olvidaré su expresión de sorpresa y desagrado. Por un instante me arrepentí, pero era muy tímida para decir que lo cambiara.


Ese día algo cambió y se rompió definitivamente, esa luz de seguridad que tenía nunca volvió completamente. Durante muchos años sufrí por mis diez kilos de más. Adiós a las faldas y vestidos, piscinadas y cualquier actividad que implicara que mi cuerpo se viera.


Dos años después forcé una dieta que causó que se detuviera mi crecimiento y me dejara de venir la menstruación. Múltiples veces vomité la comida luego de sentir el placer de saborearla. Iba al gimnasio dos horas cuatro días a la semana y entrenaba hasta sentir que me iba a desmayar del cansancio. Pero logré rebajar hasta pesar los cuarenta y tres kilos que buscaba…

Recordar lo ocurrido para escribir estas líneas me hizo pensar en una pregunta: ¿Ya estás orgullosa de mí, Chris?

Comentarios


bottom of page