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Si te adentras en el mar. Por Alexandra Díaz.


Era un día soleado de verano en Miami Beach. Paula por fin se recostó en su toalla dispuesta a broncearse durante un largo rato. Ella es venezolana, acostumbrada a vivir entre sol, agua y arena, aunque su tez trigueña se había puesto pálida por el clima de la ciudad de los vientos, donde vivía con su descuidado esposo, Gonzalo, un mexicano que ahora con la piel descolorida parecía un gringo más. Desde la última navidad, habían planeado unas merecidas vacaciones junto con algunos amigos. Como vivían en el frío casi todo el año, decidieron ir a la tropical Florida.

Habían llegado a su destino: una pacífica playa cuyas aguas estaban tan calientes como el sol. Arribaron al lugar por la mañana y todos decidieron tostarse hasta el cansancio, ese momento llegó cuando el sol cambió de posición. Por votación, se dispusieron a bañarse en el jacuzzi en el que se había convertido el mar. Estaban sentados en la orilla, platicando de la vida y llenándose de arena, cuando Paula les dijo:

—¿Por qué que seguimos aquí? Si vinimos a la playa se supone que tenemos que nadar; además, estar sentada aquí me está matando de calor, si nos metemos más en el agua nos vamos a refrescar.

Nadie estuvo de acuerdo con Paula, y ella tampoco cambió de opinión, así que caminó poco a poco hasta que el mar le cubría los labios. Empezó a nadar hacia lo profundo, adentrándose cada vez más. Lo hacía con la gracia de una ballena. Se sentía como un alma libre, despejaba su mente y la felicidad albergaba aquel momento de tranquilidad. En cierto punto empezó a flotar en aquel océano de paz, sus oídos cubiertos de agua, sus ojos cerrados, sus brazos y piernas estiradas en posición de cruz y una leve sonrisa de satisfacción. No sabía cuánto tiempo había pasado dentro del mar en tal estado, pudieron haber sido horas o minutos. Ni siquiera recordaba que había llegado allí con compañía.

La tarde empezaba a ponerse fría. Del lado de la orilla, Gonzalo aún se encontraba con sus amistades, mareándolos entre cervezas y palabras, ignorando el paradero de su mujer. Un poco pasados de copas, no sabían si lo que estaban viendo era real o simplemente delirios de ebrios. El esposo de Paula estaba escéptico, comenzó halándose fuertemente sus oscuros cabellos crespos para ver si no era una jugarreta de su mente, luego se dio un par de palmadas en sus redondas mejillas, y por último se restregó los ojos solo para cerciorarse de que todo estaba ocurriendo en vivo y en directo.

De un momento a otro no había nadie en el agua, todos en el sitio miraban con angustia hacia la misma dirección, los que conocían a aquella solitaria persona dentro del mar empezaron a gritar su nombre desesperadamente. La gente alrededor, consternada, se unió al llamado, con la esperanza de que la persona los escuchara y saliese rápido del mar. Para su infortunio, no había salvavidas en aquella playa, y nadie parecía dispuesto a arriesgarse y meterse en el agua. Ni siquiera Gonzalo.

Paula por su parte se hallaba inmersa en su mundo, ya había pasado tanto tiempo flotando en su propia nube que creía estar dormida, parecía que en su sueño había un susurro constante, una pequeña voz celestial que la envolvía. La corriente la abrazaba y lucía como si no estuviese dispuesta a soltarla, la joven veinteañera se asustó por esa última sensación. Volvió en sí y se puso de pie nuevamente. Abruptamente el susurro lejano se volvió un fuerte estruendo. Su nombre sonaba en bocas desconocidas. Asombrada por la preocupación en los rostros extraños y conocidos, comenzó a caminar lentamente hacia la orilla. Ahora entendía la situación; se sintió angustiada, pues algo muy malo debía estar pasando en donde ella había encontrado paz. Se mantuvo en toda instancia mirando hacia el frente, no quería acobardarse por lo que sea que hubiera perturbado a las personas de la playa. En el momento en el que salió del agua fue abrazada por todos los que compartían aquel viaje de vacaciones con ella y con su esposo.

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Cuando Gonzalo la abrazó parecía que iba a asfixiarla. Su semblante era de preocupación total. Paula se liberó, y finalmente volteó en dirección al mar para enfrentar aquello que trastornó a la playa entera: dos tiburones de al menos dos metros de largo. Estaban situados próximos a la orilla, «¡Te siguieron hasta acá! ¡No sé cómo es que estás viva!», exclamó su esposo muy cerca de su oído. Ella brincó levemente y quedó estupefacta ante aquella situación. Luego de unos diez minutos en completo silencio, simplemente se echó a reír. Dijo que ya podía tachar de su lista de cosas por hacer antes de morir el nadar con tiburones.

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