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Si me quedo dormida, no volveré a despertar. Por Cynthia Pais


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Suerte. Es lo que puedo asegurar después de haber vivido aquello. Sentir que tu vida puede dar un giro inesperado en tan solo un segundo te permite apreciarla. A pesar de que han pasado varios años, recuerdo todo como si hubiese sucedido ayer.


Tenía doce años. Yo era una adolescente antipática, pero muy cariñosa con mis familiares. Me fui de viaje con ellos a Tucacas, un sitio turístico de Venezuela que está rodeado de playas hermosas. Queríamos despejar la mente y pasar un día diferente. Mis tíos y mis padres contaban anécdotas sobre su juventud, cada uno con una polarcita en la mano. Yo jugaba a “la ere” con los chiquitos de la familia, mis primos y mi hermano. Risas y diversión convertían esos momentos en inolvidables.


El sol comenzaba a descender, ya era hora de irnos de ese lugar paradisíaco. Había dos carros: mis tíos se fueron con mis padres en el de mi mamá y en el de mi tío Efraín íbamos los pequeñines y yo, porque no queríamos que el bochinche se acabara. Me senté con ellos en el asiento trasero. Íbamos en caravana.


En algún momento empecé a tener sueño, pero intenté mantenerme despierta durante el recorrido; mis primos y mi hermano sí se quedaron dormidos. Nos regresábamos a Valencia, ahí se ubicaba el apartamento donde nos estábamos hospedando. Anochecía y era imposible reconocer la ruta de regreso, ya que en Venezuela las señalizaciones y el alumbrado en las carreteras es casi inexistente. En algún momento nos perdimos y llegamos a una carretera sola y sin luz.


Mi tío y mi mamá se estacionaron hacia un lado de la vía para saber hacia dónde debían dirigirse. Acordaron dar la vuelta en la siguiente intersección y mi tío giró el carro. En ese momento, un camión grande pasó y colisionó con nosotros porque no nos miró. El camión, sin frenar, nos empujó por la parte delantera. El impacto llegó y lo único que yo sentí fue mucho miedo. Miedo por mi familia. Miedo de morir de esa manera. El sonido del choque fue aterrorizante, parecía el llamado de la muerte para que nos encontráramos con ella. Fuimos arrastrados por varios metros hasta que el conductor del camión se desvió y se dio a la fuga.


—¿Qué pasó? —pregunté con un nudo en la garganta y lágrimas en mi rostro.


Miré a los niños, ellos se estaban despertando del sueño, quizás pensaban que el estruendo que habían escuchado era solo una pesadilla. Volteé hacia atrás, quería verificar si mis padres y mis tíos se encontraban bien. Sus caras de susto y de shock eran inexplicables, solo el hecho de pensar que sus hijos y sus sobrinos pudieran estar muertos les resultaba escalofriante. Corriendo, se bajaron del carro para saber si sus sospechas eran ciertas.


—¡¿ESTÁN BIEN!? —preguntaron al unísono, mientras intentaban revisar si teníamos alguna herida.


Ninguno las tuvo, ni tan solo un pequeño rasguño. Solo una herida mental que probablemente nunca sane. La parte delantera del carro quedó totalmente destrozada. No supe a quién carrizo agradecerle por seguir vivos, si a Dios, al universo o a la mismísima muerte por brindarnos una segunda oportunidad.


Si el camión hubiera pasado un segundo más tarde, no estaría aquí para contarlo. Desde entonces, nunca duermo durante los viajes por carretera, me da miedo; me parece que, si me quedo dormida, no volveré a despertar.

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