Reinventarse es la única opción en tiempos de cuarentena. Por María Laura Valentines.
- ccomuniacionescrit
- 7 sept 2020
- 4 Min. de lectura
"ERAMOS FELICES Y NO LO SABÍAMOS", un dicho que, sin lugar a dudas, es la canción más repetida de los padres cuando piensan en aquella Venezuela de los años 80 y 90 que murió y que ahora es un recuerdo, un nostálgico recuerdo. Ese dicho pasó a la boca de la generación de los años 2000 para acá que después del viernes del 13 de marzo del presente año, cuando se decretó la cuarentena como medida preventiva ante un virus que ni se sabe de dónde salió, entendió que a pesar de las circunstancias era mejor agradecer que quejarse. Por supuesto, es natural drenar la depresión que causa nacer en un país que mata los sueños; pero aun así antes del confinamiento en Caracas se podía vivir o, mejor dicho, sobrevivir. Quedaba todavía un huequito para que cada quien se ganara el pan de cada día y los jóvenes, a pesar de todo, podían seguir soñando y buscando oportunidades.
Todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. En la mañana de ese viernes, Marcos, que vive con su mamá Maribel, de 52 años, en un apartamento en La Candelaria, se levantó una vez más para enfrentarse a la realidad del país. Marcos estudiaba psicología en la UCV y los viernes por la noche “mataba sus tigritos” como DJ en una reconocida discoteca de Las Mercedes. La mitad de lo que ganaba se lo daba a su mamá para los gastos de la casa. Maribel, aunque pasó cinco años fajada para graduarse de abogada con honores, había ejercido la profesión, se compró su apartamento y pudo ser madre soltera sin mayores sacrificios, ahora se ganaba la vida con su oficio de peluquera. El país la puso a sacar cuentas y le demostró que las cosas habían cambiado: planchar cabello, hacer extensiones, montar uñas y aplicar tintes le daban un poco más para vivir. En este país un título universitario pasó a ser un recuerdo del esfuerzo, solo eso.
Tanto Marcos como Maribel pertenecían a esa Caracas ruidosa y caótica, llena de motorizados y colas en las horas pico, rodeada de carritos de perro caliente, desbordada de gente caminando porque el metro está repleto; esa Caracas en la que “si era viernes, el cuerpo lo sabía” y no faltaban unas birras bien frías, unas risas entre amigos y familiares; una Caracas en la que los abrazos eran el mejor saludo y los chistes la marca del venezolano.
El lunes 16 de marzo por la mañana esa Caracas que hablaba hasta por los codos se levantó silenciada con un tapaboca, ahora eran los ojos los que hablaban. Marcos se levantó y el saludo de su mamá fue otro.
–Hoy no trabajo ni mañana ni pasado. Las peluquerías, como muchos negocios, deben bajar sus santamarías hasta quién sabe cuándo; me tocará prestar mis servicios a domicilio –le dijo preocupada.
–Las clases están suspendidas hasta nuevo aviso y las discotecas también cerradas –añadió Marcos con pesimismo.
Luego de un marcado silencio, Maribel expresó, con seguridad –¡Dios aprieta pero no ahorca! Tranquilo, que con los ahorros que tenemos podemos comer y estoy segura de que esto no durará mucho.
Pasaron los días y Marcos ya no apagaba la televisión cuando encadenaban, al contrario, le subía el volumen y llamaba a su mamá porque las cadenas ahora sí eran importantes. Se decretó el sábado 11 de abril treinta días más. Los ahorros se estaban acabando. Las pocas clientas de Maribel le decían que por ahora no necesitaban sus servicios, ya que no se iban a arreglar para estar todo el día metidas en sus casas, las clases paralizadas y ahora con una nueva canción: “Quédate en casa”.
Seguían pasando los días, decretaban más días de cuarentena y ya no se hacían tres comidas, eran dos y Maribel con los ojos aguados pensaba en que pronto sería solo una. Marcos únicamente pensaba en que necesitaba volver a su “vida normal”, su vida ahora era virtual, todo era a través de una pantalla, la realidad dejo de ser palpable y con la situación de desesperación que vivía en su casa empezó a repetir aquel dicho de viejos: “Éramos felices y no lo sabíamos”.
Un domingo en la tarde, su mamá con un poquito de ingredientes que tenía, hizo unas galletas de avena para salir de la rutina y endulzar el día (bueno según lo soleado de la tarde parecía domingo pero en tiempos de cuarentena no hay la certeza de qué día es). No se imaginó Maribel que esas galletas serían la luz en tiempos oscuros.

Las galletas quedaron con un sabor especial, y el olor tenía enloquecidos a los vecinos; de hecho, una de esas vecinas entrépitas que nunca faltan tocó la puerta y preguntó si de ese apartamento provenía el aroma. Maribel le sonrió, le dijo que sí y compartió una galleta con la señora.
-Están buenísimas, deberías hacerlas para la venta, mi hijo tiene un quiosco y puede venderlas allí –dijo la vecina que, entrometida y todo, fue de gran ayuda.
Al principio resultó difícil. Maribel tuvo que pedir prestado para invertir en materiales, pero le resultó. Galletas, tortas, dulces caseros y ponquecitos se convirtieron en su nueva fuente de ingresos. Su hijo, con las medidas sanitarias adecuadas, reparte en varios establecimientos las delicias de su mamá y por las redes sociales también la ayuda a vender.
Maribel amaba su profesión de abogado, terminó queriendo su oficio de peluquera y ahora, aunque le tomó por sorpresa esta pandemia, como a todos, en tiempos de cuarentena le tocó reinventarse y ya le agarró cariño a la cocina. Ella, como buena venezolana, ha buscado la manera de ganarse la vida.




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