Recuerda en dónde estás. Por Carla Zambrano
- ccomuniacionescrit
- 24 feb 2021
- 3 Min. de lectura

Muchas veces uno olvida la realidad venezolana. Cuando entras a un supermercado y ves productos importados, diez tipos distintos de pasta, jamón serrano, salmón y pare de contar o cuando ves diez Toyotas 2021 pasando por la autopista con sus respectivas escoltas es fácil olvidar que, según los estudios, un 60% de la población nacional se encuentra en situación de pobreza, eso hasta que el universo pone en tu camino un hecho (o una serie de hechos) que te dan un golpe y te dicen “epa mi pana, recuerda en dónde estás”.
I
Eran las seis de la mañana y la doctora Camila Andrade* se encontraba de camino al hospital Antonio Patricio de Alcalá, pasó por la Perimetral admirando la hermosa vista al mar y se llevó un susto cuando unos motorizados que rodeaban una camioneta último modelo la pasaron volando “no vale, pero Edwin va mandado”, dijo para sí misma haciendo referencia al gobernador actual del estado Sucre.
Al entrar al hospital vio la sala de espera llena, gente sentada en el piso, algunos dando mil vueltas alrededor de la sala a la espera de resultados o de noticias sobre sus seres queridos. Se dirigió a la pequeña salita de descanso que tenían para los médicos mientras hacían la guardia para buscar la lista de los pacientes que tenía citados para ese día. “Buenos días, doctora”, saludó un residente que no tenía mejor aspecto que aquellos afuera que esperaban ser atendidos. La doctora le devolvió el saludo y volviendo a mirar aquel cuchitril mal ventilado que ni agua tenía y pensando que se veía totalmente deprimente, agarró rápidamente la lista y huyó del lugar.
Se dirigió al ala de pediatría, donde la esperaban ya varias madres con sus niños en brazos o, para las que habían llegado más temprano y habían logrado agarrar una de las viejas y destartaladas sillas, sobre las piernas.
Intentó en vano prender las luces. Los bombillos se habían quemado. “Doc., fueron los bajones de ayer, con la encendedera de la planta y las idas y venidas de la luz se quemaron toditos los bombillos, bueno excepto el de esa esquina”, soltó una de las enfermeras entrando detrás de ella mientras señalaba el único bombillo encendido. “Tocará así”, le dijo una de las residentes, resignada. “De paso, no hay suero”, agregó.
En dudosas condiciones y con toda la indignación del mundo, pensando en lo triste que era que el presupuesto de la gobernación se fuese en fiestas, escoltas y camionetas blindadas y no en el mantenimiento del sistema de salud, la doctora Camila se acomodó el tapabocas, se cambió los guantes y empezó la consulta.
II
En la tarde, Camila daba clases a los estudiantes de último año de medicina. O eso haría hasta ese día.
Al llegar al salón de clases se encontró al rector, “Doctora Andrade, ¿me permite unos minutos antes de empezar la clase?”, dijo atropelladamente mirándola con cara de tragedia. Ambos salieron y se dirigieron a la oficina de rectorado. “Doctora, los muchachos me han hablado, porque dicen que usted los va raspando ¿Cómo es eso posible? ¡Aquí no puede raspar nadie!”. Empezó con el discurso, Camila se bloqueó, su cerebro no procesaba nada de lo que le decía el rector. ¿Cómo que nadie podía raspar? ¿Tenía que pasarlos solo porque los demás médicos estaban fuera del país o no querían trabajar en hospitales públicos? ¿Debía regalarles la nota? A cuenta de qué si ni siquiera sabían diferenciar una dermatitis atópica de una urticaria crónica. El rector seguía con su discurso de por qué no debía raspar a nadie y ella le soltó “¿Usted quiere doctores que puedan atender correctamente a los pacientes o mediocres?”. El rector puso mala cara, pero contestó “Doctora, pero no se ponga así, solo, páselos y se sigue ganando su sueldo como profesora. Todos los demás lo hacen”. Eso terminó de enfurecerla. Ella no estaba ahí por el sueldo que ni le alcanzaba para un cartón de huevos, estaba ahí porque le gustaba enseñar, formar a futuros doctores que puedan ayudar, que puedan curar a sus pacientes. Pero recordó donde estaba, recordó que estaba en Venezuela, un país donde ya no importa cómo pases mientras obtengas el cartoncito con el título, un país donde no importa invertir en la salud o la educación, donde los profesores son la profesión más infravalorada, donde todo es regalado y, si tienes las conexiones necesarias, el esfuerzo no existe. Esa misma tarde dio su última clase y volvió a su casa desesperanzada por los sucesos actuales y preocupada por los que vendrán a futuro.
*Nota: el nombre de la doctora fue cambiado a petición ella.




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