¡Qué treinta y uno! Por Andrea Goncalves Goncalves
- ccomuniacionescrit
- 31 mar 2021
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La familia Dostillio Rodríguez celebraba todos los treinta y uno de diciembre a lo grande, eran muy amantes de los fuegos artificiales y el vino; hacían todo a lo grande, típico de los italianos. Acostumbraban viajar todos los años a pasar navidades en Nápoles, tierra natal del nono Ítalo; pero ese año el señor Ítalo se encontraba enfermo y no pudieron viajar. Para buena suerte de la familia los nonos tenían una quinta hermosa en Macaracuay.
Siempre había problemas los fines de año, ya sea en la casa de Nápoles, en la de Sofía, la hija mayor o en casa de los primos. Don Ítalo tenía un carácter muy fuerte, era el que mandaba, se hacía lo que él quería, su aspecto físico inspiraba respeto, era casi tan alto como un jugador de básquet, robusto, con el pelo canoso y unos ojos azules, casi grises. Le gustaban los fuegos artificiales más escandalosos, costumbre familiar desde que llegó a Venezuela.
La familia Pérez Aguilar recién se había mudado de Maracaibo a Caracas. Sus costumbres del treinta y uno eran como una típica celebración venezolana; muy dicharachera, comidas exageradas, bailaban toda la noche y se pasaban de tragos; si ya los maracuchos son loquitos imagínenselos tomados. Estaban emocionados por su primer fin de año en la casa nueva, todos viajarían de Maracaibo a Caracas para pasarla juntos en la supercasa.
Se habían mudado porque la situación en Maracaibo era insostenible, entre otras cosas, por la intermitencia de los servicios básicos. Lo que empujó la decisión de mudarse fue que la abuela Rosa murió por uno de los tantos apagones, necesitaba oxígeno y no pudieron hacer nada. La tristeza fue tan profunda que no podían seguir viviendo allí, tenían que mudarse sí o sí; juraron que otro familiar no se iba a morir por la falta de ningún servicio.
Don Ítalo, a diferencia de sus vecinos maracuchos, llevaba años en Macaracuay. Dejó Italia a mediados de los años cincuenta; se aventuró a un país latino, porque en Latinoamérica están las mujeres más bonitas. Trabajó mucho desde que llegó, logró hacer mucho dinero, pudo comprar la hermosa residencia donde vive y como era el dueño podía hacer el escándalo que quisiera además de botar a quien quisiera.
A las doce de la noche de un treinta y uno de diciembre los Pérez estaban pasaditos de tragos y bailaban hasta más no poder la bienvenida del año nuevo. Los Dostillio empezaron con el espectáculo de fuegos artificiales, lo que molestó mucho a sus nuevos vecinos; era un escándalo tan terrible, que se les ocurrió la brillante idea de lanzarles lo que veían: vasos, botellas vacías, platos, hielo, lo que se les ocurriera. Qué raro los maracuchos siendo desmedidos.
Empezaron a provocarse hasta que se desató una pelea entre las dos familias. Al mejor estilo de Mortal Kombat, los golpes volaban, hubo camisas rasgadas y hasta una mandíbula rota. Mientras todo esto pasaba, don Ítalo no aparecía. Inesperadamente se escuchó un golpe, creyeron que era una explosión, se cayó la puerta y apareció el don, escopeta en mano. Todos quedaron petrificados; parecía Al Pacino en la famosa escena de Scarface. Trataron de calmarlo, lo que menos querían era tener que organizar un funeral.
De pronto, sin ninguna explicación y sin que nadie supiera cómo, todo terminó en paz, hablando de lo acontecida que fue la noche y riéndose del “mandíbula rota”, con una caja de birras y un sancocho al día siguiente.




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