Qué pesa más que la conciencia. Por Fabiana Caraballo
- ccomuniacionescrit
- 30 abr 2021
- 5 Min. de lectura

Mi hermana Amelia tiene tres días tratando de decirme algo, pero no le sale. Debe ser importante o debe ser extrañamente especial, pues comunicar lo que le genera pasión o alegría se le da con mucha facilidad. Por eso, esta vez sospecho que no se trata de pasión o alegría, sino de tristeza. Con casi trece años, Amelia tiene dificultades para expresar estados de ánimo negativos, oscuros o grises, ásperos o amargos. No es una niña que se sienta a conversar y a explicar el motivo por el cual lloró un día cualquiera, o la razón por la que no quiere sentarse en la mesa a comer con los demás. Lo rechaza, lo repele, evade todo sentimiento alejado de su personalidad alegre y animada; simplemente lo ignora, no sabe decirlo, lo deja pasar y lo acumula. Como las personas del programa de Discovery Home and Health: Acumuladores extremos, expertos en acumular hasta que sus casas y sus mentes explotan por tanta pestilencia, artefactos inservibles, basura, traumas sin superar, trastornos sin tratar, críticas, fracasos, decepciones, dolor y nostalgia, mucha nostalgia.
Sí, definitivamente acumular es malo. Todos hemos sido acumuladores, y más cuando se trata de la conciencia.
Día 1
Amelia abre la puerta de mi cuarto apenas unos centímetros, asoma la cabeza y al verme concentrada en la computadora haciendo el trabajo más largo de mi vida, entra. Cierra la puerta a sus espaldas y se sienta en el borde de la cama. Se queda ahí, mirándome, como queriendo que le regrese la mirada para iniciar conversación. O lo que sea que me tenga que decir. Se la devuelvo y con las cejas la animo a que hable, a que lo saque, a que diga. Pero no habla, no lo saca, no lo dice. Tengo cosas que hacer, trabajos que entregar, libros que estudiar. Pero también una hermana que necesita de mí para algo que no sé qué es. Sin embargo, ella se queda ahí, callada. Abre la boca y luego la cierra, me mira y luego aparta la mirada. Algo le pasa, solo que no sabe transformarlo en palabras.
Igual que los acumuladores extremos y sus casas: no deja salir nada. Lo mantiene, aunque no le sirva. Pero en cualquier momento va a explotar. Como el remordimiento de conciencia cuando te has comido el pedacito de torta que alguien más había guardado en la nevera para sí.
Día 2
Estoy en la cocina llenando un vaso con agua luego de hacer mi rutina de ejercicios auspiciada por Muscle Sisters. Amelia, con las manos metidas en el bolsillo del suéter, se acerca a mí sin decir palabra, solo me mira. Y cuando finalmente abre la boca, vuelve y la cierra.
—¿Qué me quieres decir, hermanita? Dímelo, anda —digo para ver si así entra en confianza. No entiendo, mi hermana es diferente. Algo sabe, algo vio, algo le pasó. ¿Pero cómo la puedo ayudar si no sé lo que es?
Amelia traga fuerte, mira hacia los lados, se pone nerviosa. Quiere hablar, le quema la garganta por hablar. Piensa y piensa y al final no dice nada. Será que necesita una recomendación de hermana a hermana, de chica a chica. Será que necesita un consejo de amor, una segunda opinión. Será que alguna amiguita le dijo algo malo u ofensivo y necesita desahogarse con alguien. Extrañamente, parece que la situación es solo conmigo, porque a los demás les habla con total normalidad, se ríe, grita, se entusiasma. Pero a mí no. Y cada vez que me ve por algún pasillo de la casa baja la cabeza. ¿Qué pasa?
Acumular eso es lo que le pasa. Como el remordimiento de conciencia cuando has visto al papa de tu amiga saliendo de un motel con otra mujer que no es su esposa. Te taladra hasta que te pesa cada paso, cada pensamiento. Y no te deja avanzar ni salir, como la arena movediza. Como Amelia. Y a lo mejor no termina explotando ella, pero sí lo haré yo si no me lo cuenta.
Día 3
En el televisor está puesta la película Sharknado, malísima. Ya la había visto antes y solo me habían bastado quince minutos para saber que hay ideas malas, y luego hay muy malas ideas. Sin embargo, Amelia estaba hipnotizada viendo aquella catástrofe cinematográfica de acción, esta debía ser la quinta vez que veía esa película completa. Me senté junto a ella. Inmediatamente salió de la hipnosis al sentir mi presencia tan cerca. Me mira y no me mira, me quiere hablar y no me quiere hablar. Avanza y retrocede. Mi mamá siempre dice que es malo presionar a los niños a hacer cosas que no quieren hacer, sobre todo a decir lo que no quieren o no pueden decir, y que todo llega en su momento y se toma su tiempo.
Amelia parecía que se estaba tomando todo el tiempo del mundo. Y a mí eso me mataba.
Entonces se recoge el pelo, me agarra de la muñeca y me sienta de golpe en el mueble. Esa postura decisiva fue la que me dijo que lo que venía era una gran confesión, ¡por fin! ya no más espera. La acumuladora se libraría de lo que no le sirve. El remordimiento de conciencia dejaría de existir, como cuando le dices finalmente a tu papá que has sido tú el culpable del rayón en el costado derecho del carro por no saber estacionar en lugares angostos.
—Hermana. Tengo rato queriendo decir esto, pero es que me daba miedo. No quiero que te molestes —dijo Amelia. Ahí me di cuenta de que ese algo estaba directamente relacionado conmigo.
—No me voy a molestar. Cuéntame —dije ya sin esperanzas de que el “algo” fuese algo inocente.
Mi hermanita, por equivocación, había agarrado el celular de mi novio la noche de la cena de navidad. Tanto el celular de ella como el de él se parecen. Son del mismo modelo. Cuando lo tenía en las manos se asustó con el sonido de la llegada de un mensaje, se extrañó porque no es el que ella tiene configurado en su celular para los mensajes de texto. Era una tal Sofía, deseándole una feliz navidad a Andrés, mi novio. Pero no solo eso, sino que le agradeció por la “increíble velada de anoche” y le dijo que debían coordinar una próxima fecha porque “sin duda tendrían que repetirlo”.
Amelia, con doce años, no es tonta. Ella sabía qué significaba un mensaje así. Y que aquello que acumuló era para protegerme a mí, su hermana mayor, de otra desilusión amorosa. Amelia no era una acumuladora de cosas que no servían o una profesional en el remordimiento de conciencia. Mi hermana era eso: mi hermana. Ella pudo ocultar y guardar en su cabeza algo que sabía que me haría daño, solo para preservar mi felicidad.
Por eso, el amor entre hermanas y la búsqueda de bienestar y protección para tu propia familia pesan más que la conciencia.




Comentarios