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Pérdida en tiempos de coronavirus. Por Alexandra Díaz.


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Su final fue el principio de una nueva vida para la que nadie estaba preparado. El dolor de José, un amoroso y risueño padre de familia, comenzó aproximadamente a la una de la madrugada del quince de julio y terminó cuatro horas después. José ya no pudo sentir más, pero ahora su familia era una fibra que únicamente sentía dolor. Su funeral duró las cuatro horas reglamentarias de la cuarentena. Las personas que tenían meses sin verlo solo pudieron apreciar su rostro por última vez algunas horas y, a pesar de que durante la pandemia del COVID-19 la ley en Venezuela establecía que únicamente diez personas podrían estar presentes en la capilla velatoria, el día dieciséis fueron al menos cuarenta personas en distintos turnos para darle un último adiós a José.

Cerca de las tres de la tarde ya se le había dado sepultura, llevándose con él un trozo de cada persona a la que conoció. Parecía que la naturaleza estaba conectada con aquellas personas, sintiendo su tristeza; el cielo no paraba de llorar, la grama ya no era de un verde vívido sino fúnebre y el aire se sentía más pesado de lo normal. Cuando llegó la hora de dormir en su casa, nadie pudo hacerlo. Las lágrimas habían despertado.

Joseph, el hijo mayor de José, se encontraba atrapado en Argentina por el coronavirus. No pudo ver a su padre. Habían pasado dos años desde que lo había tocado y le tomaría toda una vida volverlo a hacer. De sus poros salía pena, melancolía e impotencia. Tenía una rabia en su interior que no sabía hacia quién debía ser dirigida, pero pronto lo supo: el COVID-19, esa enfermedad que lo mantenía a miles de kilómetros de su familia. Todo lo que pudo hacer Joseph en ese momento fue escuchar cómo sus dos hermanas menores lloraban al otro lado de la línea.

Apenas dos días después de la muerte de José, su familia no hallaba la manera de existir dentro de su casa, sus dos pequeñas y delicadas hijas menores ahora dormían con su delgada y menuda madre, dejando vacíos dos cuartos. Aquel lugar ya no se sentía el mismo, las risas del padre de familia nunca volverían a llenar cada rincón, no habría más abrazos de ese gigante hombre moreno. La sensación de soledad las abrumaba, querían salir corriendo de ahí y olvidar su nueva realidad. Pero había cuarentena radical durante esa semana. Estaban totalmente atadas a aquella casa que solo era un recordatorio de lo que jamás volvería a ser.

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