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Petróleo en botas. Por Adrián Epi Bermón.

La frase “sembrar el petróleo” de Alberto Adriani, vislumbraba la estrategia que debía seguir la dirigencia política venezolana una vez que falleciera Juan Vicente Gómez. Dibujaba un país que aún inmerso en la ruralidad, comenzaba a inundarse de recursos provenientes del viscoso material que manaba de manera casi espontánea y que marcaría un antes y un después en la vida del país. Venezuela y los venezolanos jamás volverían a ser los mismos.


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“Es posible que tanta abundancia de recursos naturales se convirtiera a la postre en nuestra mayor desgracia”, dice con tristeza el tío Iván, hoy jubilado de la que fue una de las principales industrias petroleras del mundo, PDVSA, y hasta hace poco, ferviente defensor de las bondades del petróleo para el país. “La gente se acostumbró a esperar que la renta petrolera le resolviera todo, jamás nos dedicamos a estimular la producción, a usar el ingreso petrolero como impulso”, agregó, mientras apuraba un sorbo de vino durante un almuerzo familiar. Lo sentí preocupado, inquieto. Su rostro reflejaba cansancio, su mirada conmovía. “Ya la pensión que recibo no me alcanza, recuerdo que antes podía comprar alimentos, medicinas y unas cuantas de estas”, dijo señalando la botella de vino casi vacía que estaba sobre la mesa.

Ayer le decía a mi vecino, en una conversación de balcón a balcón, que hasta hacía muy poco pensaba que llegar a la vejez era, siempre que hubiese salud, sinónimo de descanso, tranquilidad, goce y disfrute de aquello que se había producido después de muchos años de esfuerzo y trabajo. Pero no, en Venezuela no es así. Le insistí: “Ayer leí que la inflación acumulada hasta mayo fue de 409 % y que el 79 % de los venezolanos no tienen cómo cubrir la canasta de alimentos”. Él me miró y sonrió con cierta burla: “Bienvenido a la realidad, míster juventud. Súmale a eso el desfalco de los fondos de pensión y jubilación que han sufrido trabajadores de empresas como PDVSA y algunas universidades”. Y agregó, casi susurrando, con evidente pesar, “En mi caso, después de seis años de esperar mis prestaciones, producto de mi vida laboral como docente en una universidad pública, me depositaron 3,67 bolívares”. Se inclinó, mirándome fijamente, “¿Sabes lo que eso significa? Una burla. Recibo una pensión que no me alcanza para nada, ¿y qué te puedo decir del Seguro Social? Conozco gente que se ha echado a morir. Pero yo soy como el bicho malo, nunca muero”. Se dibujó en su rostro una sonrisa, que se acercaba más a la pena que a la alegría. Se despidió. Confieso que sentí una gran vergüenza por haber permanecido tanto tiempo ajeno a esta realidad que padecen tantos venezolanos. Somos el país más pobre de América Latina. El más pobre. Dura realidad la nuestra.

Intrigado por lo que pudo suceder con el fondo de pensiones de la petrolera, recordé que Iván, mi tío, y muchos de sus compañeros, disfrutaron de los intereses que generaba su fondo de pensión. Lo llamé por teléfono. Luego de saludarlo, le pregunté sobre el fondo. “La idea al crearlo en 1993, era que los ahorros invertidos por los trabajadores sirvieran para ir adecuando las pensiones a la realidad económica del país y poder conservar una calidad de vida razonable en la última etapa de la vida de los jubilados”, dijo inicialmente. Luego agregó: “Esto ocurrió hasta la modificación del artículo 33 del Estatuto del Fondo, que permitió el cuantioso préstamo de 500.000.000 de dólares para inversiones a Francisco Illaramendi, que al final se convirtió en estafa”. Lo noté alterado. Prosiguió: “Imagínate que en 2015 una corte de Estados Unidos lo sentenció a trece años de prisión, pero en Venezuela el caso fue sobreseído porque no se encontraron elementos que demostraran la existencia de delito en el territorio nacional. ¿Qué tal? Mira, te digo sinceramente, no quiero pensar más en eso. Los que reciben solo la pensión del Seguro Social están peor que yo. Punto, no te digo más”, finalizó. Agradecí la información que me había dado y me despedí, sintiendo pena por haberlo hecho revivir tal injusticia.

Increíble. Resulta difícil de entender tanto vejamen contra los jubilados y pensionados de nuestro país. Gente que dio sus mejores años productivos y cotizaron al Seguro Social, para garantizar calidad de vida al momento de su retiro. El país se cae a pedazos, se desmorona. ¿Cómo puede sobrevivir una persona mayor con cuatrocientos mil bolívares al mes? ¿Qué pasó con todos los recursos recibidos de la renta petrolera durante tantos años? Los niños y los ancianos deben ser prioridad y son los más afectados. Vulnerables. Somos un remedo de país. Una caricatura. Suena un alerta de mensajería en mi teléfono. Es mi tío. Me saluda y comenta que se acercaría a apoyar a los “viejitos” pensionados del Seguro Social que entregarían un documento en la sede de la Vicepresidencia, exigiendo seguridad social, pensión digna y acceso a la salud. Le respondí, pidiéndole cuidarse y no exponerse. Era inútil decirle que no fuera.

Busco en el diccionario de la lengua española el significado de la palabra jubilación. Llama mi atención la tercera acepción: Viva alegría, júbilo. Me resulta tan irónico. Tantos sueños rotos, tantas esperanzas truncadas, tanto abandono. ¿Qué clase de sociedad somos? El sonido del teléfono me saca de la abstracción. Atiendo. Lamento tanto escuchar que mi tío Iván, por defender sus derechos, recibió una gran dosis de petróleo en botas.

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