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No vivimos felices para siempre. Por Lourdes Díaz


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Hace mucho tiempo, mi esposa y yo vivíamos felizmente casados. Éramos una buena pareja. Vivíamos en un pueblo llamado El Milagro, donde la medicina es escasa, la cantidad de clínicas u hospitales es igual a cero y las supersticiones son muchas.


Un día, mi esposa, María, estaba haciendo los oficios de la casa; como vivíamos rodeados de monte, siempre había insectos. Sin embargo, ese día pasó lo que uno más teme al hablar de picaduras: a mi esposa le picó una chinche besucona.


Al principio solo agarró un poco de calentura, pero con los meses ella solo empeoraba, por lo que decidí llevarla al médico. Mi esposa se negaba; ella solo creía en brujos y curanderos, pero aun así insistí.


La verdad es que ni mi sueldo ni el de ella alcanzaban para pagar uno de estos “seguros” que cubren las citas con el doctor, por lo que todo estaba saliendo de nuestro bolsillo. Luego de muchos exámenes, era bastante obvio lo que María tenía: el mal de Chagas. El doctor le recetó un montón de drogas y citas constantes; yo dudaba que pudiéramos seguir pagando todo eso.


A pesar de que yo intenté seguir comprando las medicinas, ella hizo caso omiso a las indicaciones del doctor. Decía que seguro nos había mentido para sacarnos plata, que el “brujo” del pueblo vecino tenía buenos remedios, más baratos y mucho más efectivos.


María iba todas las semanas donde el brujo, quien, prácticamente, estaba sustituyendo al doctor. A veces, ella me contaba las recetas que le mandaba el “doctor de mentira”. ¡Era una cosa bárbara! Este brujo le “medía” el azúcar en sangre con una prueba de su orina. En serio, él la probaba; si sabía dulce estaba alta y si sabía salada estaba baja. Como remedios, le mandaba a recolectar plantas y demás; incluso, un día, María me obligó a guardar mi orina de la mañana, luego fue y se bañó con eso. Sinceramente, ¡yo no lo podía creer!


Sin embargo, lo inevitable ocurrió: mi María seguía empeorando, pero ella no lo veía así; ella pensaba que los remedios del curandero la estaban sanando. Nunca fuimos al médico de nuevo, pues ella estaba convencida de que se sentía mejor. Luego de meses, murió.


Jamás volví a ser el mismo sin mi María, pero esto me quedó como lección: no hay peor enfermedad que la ignorancia. Si ella hubiese seguido el tratamiento que el doctor desde un principio le recetó, tal vez yo estuviese disfrutando un año más junto a mi María.

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