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No te dejes engañar por una pintura bonita. Por Adrianny Flores


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Salir en una cita doble con los padres de tu novio suena como un excelente plan, sobre todo cuando les agradas tanto que los preparativos para la boda están fijados y bien resguardados en las notas del teléfono de su mamá. Su papá, un hombre amable y cariñoso, con semblante tierno, te adoró al conocerte y dijo quererte como a una hija más; le crees porque, aunque es bromista y te llena de cumplidos cuando te ve, siempre ha sido respetuoso. Así que la invitación a un almuerzo ameno en un restaurante lujoso y lleno de exquisiteces, suena a un muy muy buen plan.


Esa tarde me dirigí a la enorme camioneta que me esperaba a las puertas de mi residencia. Era un día fresco, perfecto para estar fuera de casa. Subí al vehículo y comenzamos una conversación sobre la universidad, el trabajo y la familia… típicas charlas vacías en las que nadie presta la suficiente atención como para recordar las respuestas luego de bajar del automóvil.


Nos sentamos a comer en la terraza, mientras ellos reían, disimuladamente, del enorme bigote de un señor bajito con cara diminuta, que se encontraba a dos mesas de distancia. Apenas llegamos pidieron un vino tan elegante como ellos, lo bebieron antes de que llegara la comida. Y cuando la sirvieron pidieron otro, y luego otro… y otro. Para el momento del postre hablaban risueños y con una pesadez en la lengua que los hacia casi balbucear. Aun así, y no muy para mi sorpresa, pidieron otra botella de vino.


Cuando llegó la hora de pagar, el señor se fue al baño y le pidió a su esposa que pagara por él. Yo la acompañé porque su estado me preocupaba un poco; pero sin más contratiempos logramos realizar el pago. Ya nos íbamos cuando el señor decidió hablar un rato con los dueños del lugar, no me sorprendió porque siempre ha sido muy sociable. Ese rato se volvió dos horas en las que siguieron bebiendo vino. La espera no estuvo mal, nos sentamos de nuevo a conversar.


En el estacionamiento, y a bordo del auto, el señor se percata de que no tiene su cartera. Juntos buscamos por todo el piso de la camioneta y por donde acabábamos de pasar; no hubo éxito. Nos dirigimos al restaurante y preguntamos, pero tampoco hubo éxito. Entonces sucedió lo que nunca hubiera previsto: el señor sujetó fuertemente del cabello a su esposa y comenzó a gritarle cosas verdaderamente horribles, mientras más fuerte gritaba, más fuerte le halaba el cabello.


Quedé paralizada, me parecía increíble lo que veía. Mi novio fue lo más rápido que pudo a detener a su padre, pero no lo lograba, el señor era mucho más fuerte. La señora gritaba. La escena me tenía perpleja, y en medio de mi desesperación por hacer algo llamé a la policía.


Dentro del carro aún gritaban y forcejeaban sin parar, creo haber escuchado un golpe, pero no podría estar segura. Mi novio usó toda su fuerza para separarlos, parecía estar acostumbrado a hacerlo, o eso me sugería la maestría con la que colocaba su mano en la cabeza de su madre para que los tirones no la lastimaran con tanta violencia. Yo solo me mantuve fuera del auto deseando que, aunque fuese por una vez, la policía venezolana respondiera.


Al cabo de quince minutos cuatro motos de efectivos policiales se pararon junto a nosotros y vi como los gritos y los tirones cesaron antes de que las motos apagaran sus motores. Pero la verdadera sorpresa me la llevé después, cuando salieron todos del carro, bien peinados y arreglados, preguntándole a los agentes qué se les ofrecía. Ellos explicaron que habían recibido una llamada. Y la mamá de mi novio, con la cabeza bien en alto, dijo que nada había pasado, que nadie había gritado ni golpeado ni maltratado a nadie en ese vehículo. Yo no podía creerlo. ¿Cómo una mujer tan sofisticada como ella permitía que ese abusador se saliera con la suya? ¿Cómo lo dejaba sonreír inocentemente y pararse como un santo? Nunca lo entenderé, tal vez no es algo que yo deba entender; con repudiarlo me basta y me sobra.


Ese día aprendí que el dinero no da la felicidad, pero se puede fingir ser feliz solo por dinero, aun a expensas de la dignidad; que la vida de las personas, por más perfecta que parezca, nunca lo es; que el alcohol influye en el comportamiento, pero no transforma a las personas en nada que ya no fueran antes y que no hay que juzgar un libro por su portada porque aunque esté tallada en oro puede contener al peor de los monstruos.

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