“No quería que mi madre llorase una muerte sin sentido”. Por Diego Ávila Muskus
- ccomuniacionescrit
- 30 ene 2022
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 20 may 2022

“Que pensemos en la libertad, no como el derecho a hacer lo que queramos, sino como la oportunidad para hacer lo que es correcto".
Peter Marshall.
—¡Hijos de puta!
—¡Seguro que a tu mamá no le faltan medicinas, mamagüevo!
—¡Asesinos de mierda!
—¡Basuras! ¡Cobardes!
—¡¿Tienes la nevera llena o te la pasas comiendo mierda?!
Gritamos hasta el último improperio que se nos ocurrió, unos más coloridos que otros, pero todos cargados de rabia e indignación, todos aplaudidos por aquella bandada de chamos dispuestos a hacerle frente a la muerte. Sabíamos que no lograríamos mover ni una sola fibra de humanidad o remordimiento, si es que alguna quedaba, dentro de las filas de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), pero nos contentábamos con sacar todo el veneno que durante tantos años habíamos guardado en el pecho. Sin embargo, nuestros rugidos pasaron inadvertidos. Detrás de las máscaras, chalecos, cascos y botas parecía que la autoridad estatal no tenía ningún tipo de sentimientos. Luego dieron respuesta. Respuesta que no vino en forma de discurso, sino en forma de estelas de cometas blancos que caían sobre nosotros. Respuesta que fue dada por el sonido del irritante gas liberado y por el manto blanco que nos arropaba a todos.
Era el año 2017 y Venezuela era, una vez más, protagonista de su propia desgracia. El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) había emitido una sentencia para atribuirse todos los poderes de la Asamblea Nacional, que de forma democrática habíamos elegido todos los venezolanos dos años atrás, y vulneraba así el sistema de contrapesos que toda república democrática posee. Por supuesto que ese no fue el único motivo por el que miles de venezolanos nos lanzamos a las calles. Teníamos una inflación de tres dígitos que empezaba a probarse el prefijo “hiper”. Teníamos unos de los índices más altos de violencia en el continente. También teníamos la mayor tasa de deserción estudiantil, fallas en los servicios públicos, desnutrición infantil e incluso desnutrición desde el embarazo. Teníamos todos los récords de los que un ciudadano sensato nunca se sentiría orgulloso y teníamos la gama más variopinta posible de tragedias personales vividas a puerta cerrada. Por eso nos lanzamos a la calle, para protestar, pero también para empezar a construir un país mejor.
Yo no era la excepción, yo también quería ser parte del cambio. Por eso, durante los meses de junio y julio, asistí a la avenida Francisco de Miranda, justo a la altura de la torre Europa y el Centro Lido. Asistí con mis veinte o veintiún años y con mis esperanzas infladas por discursos políticos. Estaba listo para ser parte de esa ola que traería cambio y justicia al país, estaba listo para escribir un nuevo capítulo de la historia venezolana. Y como yo había muchos más. Todos encarando hombro con hombro las arremetidas de la GNB como si aquello fuese a solventar los problemas de Venezuela. Todos sumidos en una danza mortal que se bailaba al compás del perdigón, el miedo y la esperanza; una danza que solo acababa a escondidas en una callejuela, en el calabozo con un torturador o sobre el asfalto con el pecho reventado.
Así bailamos el vals durante horas. Un, dos, tres, lanzamos nuestras piedras. Un, dos, tres, nos lanzaban lacrimógenas. Un, dos, tres, sacábamos a los heridos y sofocados. Un, dos, tres, la GNB avanzaba. El sol empezaba a ocultarse y junto a él se iba nuestra energía. Es trabajo agotador enfrentar a soldados en armadura, con corceles y carruajes de acero cuando solo se cuenta con escudos improvisados y el ímpetu de la juventud. Ya las fuerzas del estado empezaban a impacientarse por acabar con aquel asunto y prepararon su arremetida final. Estaba yo en la primera línea, cuando notamos que empezaron a avanzar decididamente mientras disparaban un sinfín de lacrimógenas al cielo. Las bombas cayeron detrás de nosotros, pero aquello no fue un error. La GNB avanzaba y nos obligaba a retirarnos atravesando aquella nube blanca, espesa y tóxica que había preparado meticulosamente para nosotros. No había camisa, máscara, casco, vinagre ni garganta que aguantase tanto “gas del bueno”.
Empecé a toser descontroladamente, pero no podía dejar de correr hacía la retaguardia. Detenerme era ser detenido y ser detenido era ser torturado. De alguna manera logré salir de la primera línea y de la nube de gas, de alguna manera mis piernas no me fallaron, pero ya empezaba a sentir cómo el aire me faltaba. Mi tos continuaba ininterrumpida y con cada espasmo de mi cuerpo sentía cómo se acumulaba el dióxido de carbono en mi sangre, sentía cómo esta se acidificaba y hacía arder hasta la última célula de mi ser. Seguí corriendo más y más atrás, como si aquello fuese a devolverme el aire, pero nada funcionaba. Las piernas me temblaban, estaba mareado y no podía controlar las violentas contracciones de mi pecho. Seguí corriendo hacia atrás. Llegué a esa parte de la protesta donde no había caos, justo detrás de la línea de choque, donde la gente hacía bulto. Sentí que la vida se me escapaba y que por más que corriese no podía alcanzarla de nuevo. «¿Voy a morir?», pensé mientras caía de rodillas, «¿voy a morir ante la mirada desinteresada de todos?», el miedo empezaba a convertirse en pánico, pero no podía gritar, el final parecía estar cerca.
Pero apareció un ángel, uno con la cabeza cubierta con una franela, guantes y diversas marcas de perdigones en el torso. No lo vi llegar, probablemente porque estaba muy ocupado tratando de no morir, pero fue él quien me salvó al golpear mi pecho repetidamente con su puño. Un, dos, tres, ¡respira! No tuve palabras suficientes para agradecerle, pero tampoco tuve mucho tiempo para hacerlo, pues en lo que me reincorporé, y dejé mis espasmos animalescos, ya él se disponía a regresar a la línea de choque. Santo remedio aquello que hizo, santo remedio que devolvió el aire a mis pulmones, me permitió controlar mi frecuencia respiratoria y me dio claridad.
Claridad para entender que, incluso si nuestras motivaciones eran buenas, nada lograríamos ese día, ni mañana, ni pasado mañana... así no lograríamos nada. Esa misma claridad me hizo entender que, en la noche de aquel día, otra madre lloraría el homicidio de su hijo a manos de los perros rabiosos del estado... yo no quería que mi madre llorase una muerte sin sentido. Me puse de pie y como un fantasma me fui caminando hacia mi casa. Esa noche me fui a la cama con el corazón arrugado, el cuerpo cansado y la esperanza golpeada por la realidad que nos pisoteaba a todos y que continuaría haciéndolo por años.




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