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No es otra típica telenovela. Por María Elisabeth Adrián


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Todo inmigrante sabe que la esperanza es su único equipaje. Eso lo tenía muy presente mi abuela, Trinidad María Ditta, cuando a sus 17 años empacó su vida en una caja y decidió partir a Venezuela con su hija de un año llamada Judith. A pesar de que se despediría para siempre del lugar que alguna vez fue su hogar, no le dolió dejar atrás su vida en Colombia, pues lo poco que tenía constaba de recuerdos de una relación abusiva con su difunto esposo y una dinámica familiar un tanto disfuncional.


Cuando llegó a Caracas, al poco tiempo consiguió trabajo como criada en la casa de los Heidenreich, una familia de inmigrantes alemanes que habían huido de la guerra. Mi abuela y la patrona de la casa habían llegado a un acuerdo para que Judith se pudiese quedar con su madre en la habitación que le habían asignado.


Por primera vez, Trinidad María sentía que su vida empezaba a tomar un matiz más alegre. Tenía un buen trabajo, quizás no tenía el mejor salario, pero para ella era más que suficiente; se la llevaba muy bien con sus patrones y estaba ahorrando para comprarse su propio apartamento. Sin embargo, nunca se hubiese imaginado que su vida cambiaría por completo el día que conoció al hijo de los Heidenreich.


Friedrich Heidenreich era el típico hombre alemán de veinte años con cabello rubio, ojos azules y mirada dominante, además, estaba estudiando ingeniería en petróleo en la Universidad Central de Venezuela. Había regresado a casa después de unas largas vacaciones con sus amigos, y cuando fue a la cocina a buscar algo de comer se encontró con una joven morena que le robó el aliento. Esa joven morena era mi abuela, la nueva criada. Desde ese día, el joven Heidenreich la empezó a tratar con tanta ternura que al poco tiempo terminaron muy enamorados.


A pesar de que la madre de Friedrich se opuso a esa relación, pues no quería que su hijo se casará con una simple criada, a los dos años y medio de su primer encuentro, el joven le pidió matrimonio a Trinidad María y vivieron felices para siempre… Bueno, no tanto.


Los primeros años sí fueron de cuentos de hadas, pero después de su mudanza a Barquisimeto y del nacimiento de su hija Ingrid las cosas ya no eran de color rosa. Las peleas se volvieron parte de la rutina diaria. Con el tiempo, la ternura de Friedrich desapareció y se convirtió en constantes humillaciones y maltratos verbales. A mi abuela le preocupaba cada vez más saber que la relación que en algún momento creyó perfecta se asemejara tanto a la pesadilla que vivió con su primer esposo, y le preocupaba aún más no saber cómo escapar de esa situación.


Trinidad María se encontraba al borde del colapso, lloraba todas las noches por el hecho de que sus hijas estaban creciendo en un hogar tan roto como el de su infancia. Se sentía muy deprimida, sentía que, por segunda vez había fracasado como esposa, y, además, sabía que era cuestión de tiempo para que fallara como madre tal como Sol Miranda, su madre, lo hizo.


Una tarde, cuando Friedrich regresó del trabajo, mi abuela se armó de valor para decirle que su matrimonio no tenía futuro, y que lo mejor para todos, especialmente para las niñas, era separarse. También le dijo que planeaba regresar a Caracas. Al principio, Friedrich entró en cólera; él, que le había dado una vida de lujos a Trinidad María, se sentía deshonrado. Sin embargo, al ver la firmeza con que mi abuela mantuvo su decisión, sin más que agregar, la dejó ir.


Aunque ambos estaban de acuerdo en que su matrimonio se había ido marchitando desde años atrás, no podían evitar la sensación de fracaso que les invadía el cuerpo, pues fallar en el amor trae consigo un sentimiento de desolación.


Dos días después del regreso a Caracas, mi abuela salió de su nueva casa con sus hijas para comprar unas verduras. Cuando volvió, el vecino (mi abuelo) la saludó y le regaló una cálida sonrisa de bienvenida que, sin saber muy bien el porqué, le devolvió la esperanza perdida.

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