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No entren a mi cuarto. Por Stefano Malavé

Actualizado: 5 feb 2022


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¿Alguna vez pensaste que conocías bien a una persona cuando, en realidad, no era así? Esa es una situación que nos ha ocurrido a todos con algún amigo, vecino, familiar o, incluso, aquel individuo que alquila una habitación en nuestro apartamento. A veces, creemos que sabemos perfectamente quién es quién solamente porque hemos convivido con determinado sujeto durante mucho tiempo. No obstante, es posible que ese perfil que nos ha enseñado por años sea solo una máscara para ocultar su identidad y sus intenciones.


Algo similar le ocurrió a Nicoletta Mottola, tía de mi mamá, una de las muchas personas que partió desde Italia para hacer vida en Venezuela. Ella era una mujer de pelo rubio corto, como el que suelen tener algunas señoras al llegar a los cuarenta; ojos con una tonalidad azul verdosa, como las aguas del mar Caribe; estatura baja y los dientes un poco dañados por los cigarrillos Belmont. Nicoletta tenía un apartamento en Colinas de Bello Monte que parecía un penthouse por lo espacioso que era: tres habitaciones, dos baños, una cocina grande y un balcón para observar el espectáculo visual que ofrecía la ciudad de Caracas.


Mi tío y mi madre, regularmente, se quedaban en ese agradable lugar cada vez que viajaban a la capital, puesto que ellos vivían en la lejana localidad de Puerto Ordaz, en el estado Bolívar. Una de las tantas veces que ellos estuvieron pasando sus vacaciones en casa de la tía Nicoletta, la descubrieron hablando con un hombre que vestía una chemise de color oscuro, tenía un corte de cabello cuyas entradas semejaban a las aguas del mar Rojo cuando Moisés pasó a través de ellas, algunas arrugas y unas ojeras tan oscuras que parecía que nunca supo el significado del término “dormir bien”. Como era de esperarse, a mi mamá le causó sorpresa la presencia de ese extraño señor. En seguida, la tía se levantó de la mesa y, con una actitud dulce, le explicó la situación a mi mamá.


–Él es Vincenzo, está alquilando una habitación aquí y se quedará con nosotros por un tiempo –dijo la tía, tocándole el hombro a mi mamá, mientras miraba al sujeto de chemise oscura–. Vincenzo, te presento a mis sobrinos: Tamara y Alberto.

Ciao, ragazzi –Vincenzo se presentó en italiano, ya que no hablaba bien el español, mas sí lo entendía–. Mi chiamo Vincenzo Modugno. Un piacere.


Mi mamá y mi tío le estrecharon la mano al señor Vincenzo que, debido a sus limitaciones con el idioma, la joven Tamara consideró que era similar a Genaro, el insoportable nuevo esposo de mi nonna, motivo por el cual, en un principio, ella se empezó a comportar de manera distante con inquilino de la tía Nicoletta.


Sin embargo, a diferencia de Genaro, que tenía como costumbre regañar y maltratar a mi mamá y a mi tío, el señor Vincenzo era alguien amigable, le gustaba jugar con Tamara y Alberto y contarles una que otra anécdota para entablar una mayor conexión con aquellos niños que, en un principio, sintieron cierta desconfianza hacia ese inquilino italiano de chemise oscura. Cabe resaltar que Vincenzo era un hombre agradable, pero serio en algunas ocasiones. Y cada vez que salía de la casa y dejaba solos a mi mamá y a mi tío, se despedía con una única solicitud: que no entraran a su cuarto.


Si bien es cierto que uno debe respetar el espacio de los demás, a mi mamá le causaba cierta curiosidad el hecho de que el señor Vincenzo repitiese esa extraña petición cuando abandonaba el apartamento, bien fuese porque tenía que trabajar o porque quería salir a pasear un rato. Aunque la intriga era grande, mi mamá nunca se atrevió a cruzar la puerta que conducía a ese misterioso dormitorio.


–¿Por qué no entras de una vez a ese cuarto? –le preguntaba mi tío Alberto a mi mamá apenas Vincenzo cerraba la puerta de la casa.

–Porque no me quiero meter en problemas con él –le respondía mi mamá, mientras se peinaba su corta cabellera ocre.

–Si tanto nos repite que no entremos ahí, es porque esconde algo –insistía Alberto, pero no obtenía más respuestas por parte de mi mamá, quien, inmediatamente, encendía la televisión para evitar caer en la tentación de abrir esa habitación.


El señor Vincenzo se quedó en el apartamento de la tía por tres años y, durante el período de vacaciones veraniegas, compartía con mi mamá y mi tío, siendo él una de las razones por las cuales ellos esperaban que llegara el mes de julio para salir de Puerto Ordaz y escapar de un feroz Genaro, cuyo carácter con sus hijastros era cada vez más hostil. El inquilino de la tía Nicoletta, en cambio, era como una dócil oveja que, poco a poco, se ganó el cariño de Tiziana y Antonino. No obstante, les seguía recalcando, al igual que Barbazul, que tenían prohibido entrar a su cuarto.


Años más tarde, ya casada y con tres hijos –entre los que me incluyo-, mi mamá fue a visitar a la tía Nicoletta en La Urbina, donde se había mudado hacía un par de años, con el propósito de compartir un rato con ella, antes de que se fuese del país con rumbo a Italia. En cierto momento, la tía decide mostrarle un álbum con varias fotos de la época en la que mi mamá y mi tío pasaban sus vacaciones en su apartamento en Bello Monte. Entre las fotos que estaban ahí, Tamara reconoció al señor Vincenzo, y entonces, le preguntó a la tía qué había sabido de él luego de finalizar su estadía en la habitación que ella le alquilaba.


En ese preciso momento, el rostro alegre de la tía Nicoletta se tornó serio. Le contó a mi mamá que ese señor había sido detenido en un centro comercial en Chacaíto. Cuando Tamara le preguntó la razón, la tía le explicó que fue capturado porque era un terrorista neofascista que organizó varios atentados en Italia, en Europa y en Latinoamérica. Además, le dijo que su nombre real no era Vincenzo Modugno, sino Stefano Delle Chiaie. Mi mamá, en shock, buscó ese nombre en Google, enterándose, finalmente, del secreto que guardaba ese inquilino de chemise oscura. En su biografía se podía leer que ese Stefano Delle Chiaie tenía tres años en Caracas para el momento de su arresto y que, habilidoso para cambiar su identidad y su fisonomía, contaba con más de veinte nombres distintos para evadir el cerco policial.


-¡Con razón no quería que entráramos a su cuarto! –exclamó mi mamá– Ya todo tiene sentido. ¡Menos mal que no lo hicimos!

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