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No debo salir de mi casa. Por Anggeli Urdaneta.


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Después de tantos meses de cuarentena, la mayoría de las personas no toleran estar en sus casas todo el día, todos los días; se sienten como prisioneras. Vivir a través de pantallas se ha vuelto tedioso, pero se convirtió en nuestra nueva realidad. Lo que normalmente las personas podían hacer a diario se ha visto afectado gracias a la pandemia; se extraña lo que jamás se pensó extrañar. Hay frustración, mucha ansiedad, irritabilidad y pare de contar. Además, está la preocupación de la gente que debe luchar contra la falta de trabajo, especialmente los padres. Y en un país como Venezuela, en el que sobrevivimos actualmente, los universitarios sufrimos de estrés constante por exceso de tareas, la falta de internet y electricidad, en algunas ocasiones, y todo lo que el caos del mundo nos hacer sentir.

Estar casi la mitad del año enjaulados comenzó a despreocupar a algunas personas con respecto al COVID-19, dudan de su existencia o de su capacidad de matar a la población como si estuviésemos en la mismísima guerra. En la ciudad de Los Teques, en el estado Miranda, muchos se han dado a la tarea de continuar con su vida social sin pensar ni un poco en lo que realmente la humanidad está enfrentando, el confinamiento simplemente los cansó. Últimamente se ha vuelto común en las residencias y en las urbanizaciones ver a personas de cualquier edad jugando fútbol, dominó, cartas, la ere, manejar bicicleta… Todo esto en las afueras de sus casas o edificios, donde van a encontrarse con los vecinos para pasar un rato diferente. Pero esto no es todo, también se ha normalizado retomar las fiestas nocturnas con muchas personas, la música con el volumen muy, muy alto y, lo más sorprendente, la cantidad excesiva y variada de bebidas alcohólicas. Se bebe cervezas o cualquier licor absolutamente todos los fines de semana e incluso el resto de la semana, porque el confinamiento ha hecho perder la noción de los días.

Un sábado, después de un viernes bastante alocado, decidieron continuar con la fiesta en donde siempre se hacían las mejores rumbas entre adolescentes de la zona de Los Teques, La Quinta. Una residencia con numerosas terrazas (en la que vive muchísima gente, tanta que pareciera que la mitad de la ciudad viviera allí), de edificios idénticos, que tiene un salón de fiesta, una plaza, un campo y bastantes montañas. Bien entrada la noche, comenzaron a llegar al salón de fiesta personas que no son de la residencia y a bajar los que sí son de allí, todos dispuestos a tener, probablemente, la mejor noche de su cuarentena.

Repentinamente aquel lugar se llenó de gente y de botellas. Una camioneta con sonido ponía en ambiente a los fiesteros de la noche. Todas las personas que allí compartían, entre alcohol, buena música y amigos, estaban pasando una noche diferente a las que habían tenido durante meses. A medida que transcurrían los minutos y los tragos refrescaban las gargantas, se perdía por completo la conciencia de que el estado Miranda estaba en cuarentena radical y había ley seca. El volumen de la música cada vez subía más sin importar a quién pudiera molestarle o quién pudiera llegar a molestarlos a ellos.

En cuestión de segundos, el lugar pasó de estar lleno de gente a quedar vacío; como cuando se pisa un hormiguero, las últimas personas en llegar hicieron correr a todos los que allí estaban; sin importar lo mucho que se esforzaron en correr o en esconderse, la mayoría fue atrapada. Una visita inesperada, los policías, que sin mirar sexo o edad maltrataban física y verbalmente a todo el que lograban atrapar, utilizando el maletero de sus carros para trasladarlos sin importar cuántos fueran. Los acusaban de ser delincuentes y drogadictos con el lenguaje más vulgar que se les ocurría; además, derramaron en el piso todas las bebidas alcohólicas que estaban por la mitad, pero las que estaban completas desaparecieron, casualmente, en los carros en los que ellos llegaron. Luego de que la persecución terminó, tuvieron a los jóvenes haciendo ejercicios mientras soltaban barbaridades por la boca y los obligaban a repetir en voz alta “no debo salir de mi casa”. También les daban uno que otro golpe a los que no obedecían e incluso los filmaron a todos.

Por último, además de los ejercicios, los aprehendidos debían responder preguntas. Los policías se sorprendieron, porque no esperaban que hubiese alguno suficientemente culto que pudiese responder. Cuando uno de los rehenes contestó cuál era el nombre completo del Libertador, les permitieron irse. Con la misma rapidez con la que corrieron para no ser atrapados, se fueron a sus casas los que vivían en la residencia allanada; para los otros el camino no fue tan fácil. Así, aprendieron una gran lección todos los que vivieron aquello en carne propia: no deben salir de sus casas durante la cuarentena o algo igual les podría volver a pasar.

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