Negrita. Por Domingo Alfonso Giménez
- ccomuniacionescrit
- 4 sept 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 29 jun 2022
La señora Lina, a quien le dicen “Negrita”, ha tenido varios trabajos. Ha recorrido toda Caracas. Su oficio la obliga a mudarse de cuando en cuando; tiene una vida poco sedentaria. Uno de los tantos trabajos fue en una casa en el municipio Chacao; una de esas quintas grandes que están subiendo por la principal de la Castellana. Ahí trabajaba para el señor Ramón, su patrón, su esposa, y sus dos hijos, un varón y una hembra.

Esta era una familia caraqueña, tradicional, de clase alta. La ubicación de la casa era estratégica, debido a que la hija seguía en el colegio, el Cristo Rey, y el hijo estudió toda su vida en el San Ignacio, ambos ubicados en Chacao. La familia, sobre todo los padres, frecuentaban mucho la Iglesia los domingos. Ramón y Gaby tenían una proyección ideal y conservadora para sus hijos: querían que estudiasen primaria, secundaria, se graduasen de bachiller, sacasen un título universitario, tuviesen un trabajo estable, se casasen y formasen una familia.
La quinta donde vivían era una casa espaciosa. La señora Lina tenía trabajo. Había muchos rincones que limpiar y largos pasillos que coletear. Gaby, siempre maquillada y bien vestida, era una mujer desordenada, tenía su closet hecho un desastre, y su parte del baño contrastaba con la de su esposo. La consentida de la casa, la hija, era muy ordenada, como su padre. Tendía su cama todos los días y hasta lavaba sus platos. El varón, un muchacho de 23 años, era un tanto desorganizado: jugaba a encestar la ropa en la cesta de ropa sucia, dejándola regada por el suelo. Sin embargo, el joven de la casa se la pasaba muchas horas en el sótano, en donde tenía su computadora y su PlayStation. En consecuencia, la señora Lina se liberaba de su desorden, ya que él se encargaba de arreglar el sótano.
Toda la familia era muy amiguera: el padre se reunía con sus compañeros de trabajo y hacía de vez en cuando una parrillada con los amigos de promoción; la madre era una mujer chismosa, tenía muchas amigas y se echaban los cuentos acompañados de un mojito; Valentina estaba en plena adolescencia rebelde, se la pasaba con sus amigas entrando a fiestas de 15 años sin ser invitada; Óscar tenía su grupo de panas, jugaban FIFA y se tomaban unas birras.
La señora Lina estaba contenta. A pesar del arduo trabajo que le tocaba día y noche hasta los sábados, se encontraba a gusto con los patrones y por primera vez en mucho tiempo llevaba una vida más estable: solo se movía del barrio La Charneca, donde vivía, a la quinta de Chacao los lunes, y al final de la semana se devolvía a su casa. Negrita tenía su cuartico; la familia se lo arregló con su cama, un closet y su pequeño televisor para ver telenovelas y noticias.
Los muchachos eran estudiosos. Ambos sacaban buenas notas y tenían esa leve pero perceptible presión de parte de sus padres, empujándolos siempre a la excelencia. Había semanas de semanas. Algunos viernes había reuniones en la casa; otros eran largas noches de estudio. El varón se encontraba en una de esas semanas complicadas; semana de parciales, y en su carrera, Economía, no tienen fama de fáciles. Esos días se la pasaba encerrado en el sótano, echándole coco a los números. Muchas veces invitaba a uno que otro amigo para estudiar juntos. Esta no fue la excepción: Julio, su amigo fiel de la Universidad, pasó esa semana en la casa.
Llegado el jueves, era de noche; Julio y Óscar seguían encerrados estudiando. Negrita estaba ocupada haciendo la cena. Al terminar llama a la gente a comer, con el grito que siempre la acompañaba: “¡Está servido!”. Ramón y Gaby bajan en seguida. Valentina se tarda un poco, estaba chateando con las amigas. Óscar y Julio seguían estudiando. A los minutos baja Valentina. Lina apura a los muchachos con el clásico: “¡Vengan que se enfría!”. Los jóvenes se demoran en salir. Ansioso y un poco molesto, Ramón dice que él se encarga de buscarlos, para no romper esas tradicionales cenas en familia. Se dirige al sótano y, sin previo aviso, abre la puerta de golpe. Al abrirla todo se congela. Ni una palabra sale de la boca de los tres. Después de un largo minuto de silencio, Ramón, iracundo y enmudecido, cierra la puerta de un trancazo y sube a su cuarto, sin decir nada, con la mirada gacha y los puños cerrados. Al llegar, se encierra tirando la puerta, una vez más. Gaby, Valentina y la señora Lina estaban mudas, se escuchaba solo el roce de los cubiertos con los platos de cerámica. Ramón, Óscar y Julio no salieron de sus cuartos en toda la noche. Ramón no podía creer lo que había visto, quería borrarlo de su mente. No podía creer que su hijo fuera homosexual.
De ahí en adelante, había muchos silencios en aquella casa. Lina ya no se encontraba tan a gusto. Se sentía incómoda. La bulla que circundaba dentro de aquella casa ya no era la misma. Ramón y Óscar no se hablaban. Las cenas en familia ya no eran tradición. La señora Lina ya no hablaba con el patrón; resolvía todos los inconvenientes con la señora Gaby. Ramón se convirtió en una persona callada, con la mirada perdida, estaba atormentado por no haber criado a su hijo de manera más fuerte.
Un mes después de lo acontecido, la señora Lina estaba tranquila en su cama, viendo su telenovela favorita antes de dormir. Ya con los ojos entrecerrados escuchó un estruendo, que la levantó inmediatamente. Un tanto tímida y miedosa, abrió su puerta y se dirigió al pie de la escalera a preguntar si todo estaba bien. Después de la pregunta oyó el grito desgarrador de la señora Gaby. Ramón, con el arma que guardaba bajo su cama, había acabado con el tormento que lo agobiaba.
Después de este triste desenlace, la señora Lina cogió sus macundales y fue en busca de otro trabajo, a continuar con su vida de nómada.




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