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“Mire, aquí no hay ni guantes”. Francis Rodríguez

Actualizado: 29 jun 2022


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Paula tenía la convicción de que gozaba de buena salud. Tenía una buena alimentación y una balanceada rutina diaria. Su cabello castaño brillaba de lo hidratado que estaba y su piel parecía una hoja de papel, no de lo blanca sino de lo pulcra y limpia.


Una noche del año del año 2018, mientras hablaba y reía en casa de amigos, comenzó a sentir dolor estomacal; nada que la deslizara del mueble y tumbara en el piso, pero sí algo que no le permitió sostener la buena conversa. Ella aseguró que estaba bien y hasta le permitió al grupo que la acompañaba reírse del asunto. Su mamá, quien también estaba presente, le dio un Atamel. Al rato, ambas se despedían para regresar a su casa.


A la mañana siguiente, Paula no despertó ni por los rayos del Sol en su cara ni por el olor a desayuno en la cocina; despertó quejándose del dolor estomacal que, ahora, era más intenso. Apenas podía caminar sin encorvar la espalda y se había puesto pálida. Siempre había una de sus manos presionando su estómago; y con cada hora que pasaba el dolor se acrecentaba. Vomitó y tuvo quebranto. Pasado el mediodía, Paula lloraba de dolor y no había hecho nada sino tomar agua. Aun así, cada sorbo de agua se sentía como un bisturí sin anestesia en el estómago. Pero de qué podría padecer alguien tan sano, ¿verdad?


Muy alarmada, la mamá de Paula la llevó a un centro médico local. Allí le colocaron un protector gástrico intravenoso, pero, por si fuera poco, su vía se “obstruyó” o, al menos, ese fue el término que utilizó la enfermera. El dolor de la “obstrucción” se sumó al de su abdomen. La eficiente enfermera cambió el catéter de la mano al antebrazo y la inflamación y el dolor (tanto de su vía como de su abdomen) pronto se desvanecieron. Posteriormente, Paula fue examinada por una amable médica.


En poco tiempo diagnosticaron a Paula, como su mamá temía, con apendicitis. Y, vaya que sí, ya la señora estaba en lágrimas. La medica la calmó asegurando que era una operación ambulatoria, solo había que hacerla lo más rápido posible. Pero la mamá de Paula no lloraba por eso, sino porque ella sabía que en Venezuela era imposible conseguir una operación en un hospital, por más ambulatoria que fuera. Y tampoco podía costear una hospitalización en una clínica. Se sentía atada de manos.


Contactó a los mismos amigos de la noche inicial para que la trasladaran rápidamente a un hospital. Paula, en el asiento trasero del carro, estaba más tranquila por el oportuno efecto del protector gástrico. Su mamá no lo estaba. Llamó con desesperación al papá para informarle y sondearlo a ver si colaboraba con una transferencia bancaria.


Hicieron su primera parada en el hospital Domingo Luciani, en el Llanito. No hace falta decir que la fachada estaba llena de una larga fila de gente que esperaba ser atendida. La aglomeración de gente era peor a la de los centros comerciales en Black Friday. Algunos tenían extremidades ensangrentadas; otros, a pesar de estar en estado deplorable, esperaban sentados en la acera con aparente tranquilidad. No hubo mucho tiempo para detallarlos, pero quien sí llamaba mucho la atención era una mujer justo en la entrada, con una bata color durazno que arropaba su hinchado vientre; caminaba de aquí para allá en la acera mientras sobaba su cadera con ambas manos en señal de mucho dolor. Vaya condiciones para traer una nueva vida al mundo.


Paula fue claramente instruida de fingir el mismo dolor que sentía antes de su protector gástrico y su mamá se encargaría del resto. Con determinación, la mamá de Paula llevó a su hija a la entrada de emergencias. Habló con el vigilante para que la dejara pasar. Paula, por su parte, llevaba la actuación dominada. Después de dudarlo mucho, el vigilante las dejó pasar y, en seguida, los insultos y quejas de las personas afuera les dejaron saber que ellos estaban primero.


El lugar parecía un edificio abandonado. La iluminación funcionaba con debilidad, los pisos parecían haber sido taladrados a medias y el olor era idéntico al de una carnicería. Después de un rato, la señora encontró al médico encargado del área relacionada con la molestia de su hija. El médico sacaba a un paciente de quirófano y, retirando su tapabocas, examinó a Paula. “Efectivamente, es apendicitis. Pero está comenzando”, dijo el médico. “¿Y cuándo puede ser atendida?”, preguntó la angustiada señora. “No, mire, aquí no hay materiales, no hay ni guantes. Pero más importante, no hay relajante muscular. Sin eso no podemos operar”, respondió el experto. “¿Y no lo puedo comprar?”, preguntó la madre de Paula. “No, señora. Eso es algo que, mal aplicado, puede matar a alguien. No es algo que vendan en la farmacia de la esquina. Es mejor que la lleve a otro lugar”.


Hicieron la siguiente parada en el hospital J.M. de los Ríos, también conocido como el Hospital de niños. Con la misma puesta en escena, Paula es llevada a la entrada por su mamá. El vigilante, al presenciar los quejidos de Paula, sin pensarlo dos veces las llevó a una sala de exámenes. Ambas, impacientes, esperaron una media hora hasta que llegara el médico.


Con su tono maracucho, al médico le parecía insólito el diagnóstico de apendicitis. Dijo que ese dolor no paraba, sino empeoraba y hasta dormía la pierna derecha. Para él, Paula no tenía eso y hasta sospechaba que no era nada. Regañó al vigilante por dejarlas pasar y le dijo a la mamá de Paula que le tenía que hacer una hematología completa, así como exámenes de heces y de orina.


Pocas horas después regresaron con los exámenes y la tarde finalizaba. Las hicieron esperar. Ambas se sentaron en un muro de un patio pequeño. Ahí también se sentaban padres y familiares de niños hospitalizados o en quirófano. Todos tenían al menos una semana en esas instalaciones. Hablaban entre sí de cómo tuvieron que pasar meses por lista de espera para poder operar a sus pequeños y que el hecho de que ya estuvieran en quirófano era un alivio, pero eso no les quitaba la preocupación de que algo saliera mal. Dado que había poca, el cafetín solo le daba comida a quienes tenían niños hospitalizados.

Algunas parejas lloraban en los pasillos cuando casi a las ocho de la noche Paula fue llamada a revisión. El médico les hizo saber que Paula no tenía nada y que sus valores indicaban que ella estaba bien. Luego, en la entrada, el médico zuliano hasta le sugirió con sarcasmo que quizás solo le hacía falta comer.


Con cansancio, alivio y algo de decepción regresaron a casa. Paula sentía algo de molestia cuando la comida caía en su estómago. Se preguntaban si había sido el protector gástrico lo que la había aliviado. El dolor regresó durante varios días, acompañado nuevamente de quebranto, pero fue soportable y pronto pasó. A estas alturas, aún sorprende que ninguno de los tres médicos determinó lo que tenía Paula.

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