top of page

Minutos que cambian la vida. Por David Benítez


ree


Un domingo en la noche, cuando salíamos de la misa de siete, mi madre le recordó a mi papá que debían comprar unos artículos de comida para la casa. Ellos sabían que estar en la calle a altas horas de la noche, en esa época, era sumamente peligroso, pues los atracos en el país eran recurrentes. Por esta razón, decidieron ir a comprar lo necesario en una farmacia ubicada en el centro comercial más importante del estado; esto para tratar de reducir el riesgo de ir a lugares que pudiesen estar más solos. Llegamos al establecimiento y mi papá, que vestía con una chemise verde y un ancho blue jean, se bajó rápidamente haciéndonos señas para que aceleráramos el paso, ya que deseaba salir rápido de esa diligencia para volver a casa.


En medio de la caminata me percaté de que el lugar se encontraba casi desierto, eran apenas las ocho y media de la noche y se notaba cómo las pocas personas que había dentro del recinto únicamente iban a la farmacia y se marchaban rápidamente, pues ya todas las tiendas estaban cerradas. También observé a otras personas que deambulaban por el centro comercial mirando a todos lados y sin un rumbo fijo, como un león que busca desesperadamente su presa del día.


Cuando mis padres terminaron de comprar lo que necesitaban; salimos del centro comercial, nos montamos en nuestro Honda Civic y nos enrumbamos a la casa. Mi padre –que era militar y tenía escondido bajo su ancho blue jean un revólver Smith & Wesson– sabía que la inseguridad en la ciudad estaba muy acentuada, por lo que constantemente monitoreaba los retrovisores, evitaba pararse en los semáforos e iba a una velocidad bastante rápida.


A solo cinco minutos de llegar a nuestro destino, un carro –de modelo viejo y muy deteriorado– comenzó a atravesarse en el canal en el cual nosotros nos encontrábamos; nos adelantó y se notaba cómo hacía esfuerzos por dificultarnos el paso -incluso en varias oportunidades estuvo a punto de causar que mi papá le embistiera el parachoques trasero. En este “jueguito” de no dejarnos avanzar, nos mantuvo hasta llegar a un semáforo que tenía salida hacia uno de los barrios más peligrosos de la zona. Apenas llegó, el destartalado vehículo cruzó rápidamente en dirección al suburbio y nosotros nos quedamos esperando a que la luz –que estaba en rojo– cambiara a verde, al igual que una gran cantidad de carros que estaban a los lados, detrás y delante de nosotros.


Yo, que tenía la costumbre de ver para atrás cuando íbamos en el carro, me di cuenta de que venía una moto muy lentamente entre los automóviles que estaban en la cola; se acercó un poco más y distinguí que estaban montados dos hombres, vestidos con franela negra y lentes oscuros –a pesar de que no había sol porque era de noche–, que miraban a los lados de forma nerviosa. No me dio tiempo de seguir analizándolos porque escuchamos un gran golpe en la ventana del copiloto –en donde estaba sentada mi mamá– y vimos fuera a un hombre con un revólver que pedía desesperadamente que abriéramos la ventana. El miedo que sentí fue indescriptible, pensé que ese día –apenas a mis doce años de edad– se me acabaría la vida. Cuando mi mamá bajó el vidrio, mi hermano y yo tuvimos la misma reacción: nos escondimos debajo de los asientos traseros, quedando uno encima del otro y ocultándonos totalmente de la vista de los dos sujetos.


Al ladrón tampoco es que se le notara que estaba en control de la situación, más bien, exteriorizaba su desesperación por salir rápido del atraco. Mi papá no hizo absolutamente nada, simplemente dejó las manos en el volante y mantuvo la vista hacia el frente escuchando las órdenes que daba el atracador. Mi madre, por el contrario, comenzó a quitarse –mientras temblaba– todas las prendas que llevaba y a entregárselas al hombre del revólver, aunque este no se las pidiera. Mientras recibía todas las joyas que le daba mi mamá, el malandro solo decía una cosa: “dame la cadena de oro, dame la cadena de oro”; haciendo alusión al collar de este material que llevaba mi padre colgado del cuello y que tenía la imagen de Jesucristo crucificado.


Mi papá –con una tentación incontrolable de sacar el Smith & Wesson y dispararles a los abusadores que habían perturbado nuestro día familiar y que, además, lo despojarían de una cadena que llevaba desde su matrimonio– como si fuera el hombre más lento del mundo, se desabrochó la cadena, parsimoniosamente la puso en su mano y la fue acercando al atracador. El delincuente, viendo las ganas que tenía mi padre por retrasar el proceso, le acercó –con clara agresividad– el revólver a la cabeza para que le entregara con rapidez el codiciado botín que habían ido a buscar.


Una vez que obtuvo lo que quería, se alejó del carro y nos apuntó con su arma a la par que gritó: “Si llegan a denunciarnos le meto un pepazo a cada uno”. Tras pronunciar estas palabras, le dijo a su compañero que arrancara y viraron hacia el mismo barrio hacia el que, minutos antes, el destartalado vehículo había cruzado.


Apenas se largaron, miré rápidamente a los lados y me percaté de que el mar de vehículos que nos acompañaba, mientras el semáforo estaba en rojo, se había desaparecido, no quedaba ni un alma en toda la calle.


Al llegar a casa yo no podía ni caminar, pues el susto de la impactante experiencia que acababa de vivir no dejaba que mi cuerpo reaccionara. Mi papá, en cambio, estaba totalmente tranquilo y solo pensaba en una cosa: “me sapearon desde la farmacia”. Era claro que el atraco ya había comenzado desde que estábamos en el centro comercial, puesto que era imposible que pudiesen ver, a través de los vidrios ahumados del carro, la cadena que tenía mi padre por dentro del cuello de la chemise. Analizando esto, llegamos a la conclusión de que uno de los delincuentes le vio la cadena en la farmacia y solo era cuestión de tiempo para que más adelante fueran a quitársela.


Tras vivir esta horrorosa experiencia, mis padres decidieron vender todas las prendas de oro que tenían en la casa; desde las cadenas de bautizo hasta los anillos de matrimonio. Estaban plenamente convencidos de que tenerlas representaba un peligro constante de ser robados.


Por mi parte, pasaron los días y cada vez que me montaba en el carro los nervios –por el temor de volver a ser asaltados– eran permanentes e incontrolables; esto me causó no solo problemas de ansiedad, sino también enfermedades estomacales y alergias en la piel; todo por el estrés al que me sometía cuando veía una moto acercarse a nuestro Honda. El tiempo fue pasando y con él mi miedo constante a ser robado. Aunque igual, cuando paso por el semáforo en el que vivimos este traumático incidente y veo una moto pasando lentamente entre los carros, siento que el corazón se me va a salir del pecho. Es increíble cómo un altercado, que no duró ni cinco minutos, pudo acarrearme tantos problemas posteriores.


Desde ese entonces, no he dejado de agradecer a Dios por darle el privilegio de seguir viviendo a aquel niño, de apenas doce años, que pensó que su vida se acabaría un día domingo en la noche.

Comentarios


bottom of page