Mil doscientas. Por Sasha Ascanio
- ccomuniacionescrit
- 22 ene. 2022
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 29 jun. 2022

150 + 72 + 50 + 120 = 392…
Nunca me habían gustado las matemáticas, qué irónico.
392 + 50 + 85 + 20 = 547…
Las cuentas lo mantienen callado. Es indomable. Me asusta. No he podido ponerle un nombre, cualquiera suena ridículo al lado de tal vasto poder.
547 + 25 + 200 + 70 = 842…
Es gélido, pero a veces es una llama que se rehúsa a dejar de arder. Hay momentos en los que pienso que somos dos los que habitamos este caparazón. Formé mis primeras palabras y allí estaba. Me puse por primera vez mi uniforme y allí estaba. Allí ha estado siempre. Ese vacío.
842 + 60 + 25 + 10 = 937…
Gracioso, como “vacío” debería significar “falta de”, pero juro que esto tiene peso, tiene forma, tiene aliento, tiene uñas y tiene un muy retorcido sentido del humor. Es la caricia luego de un golpe, el calor que intenta calmar el hormigueo del azote. Es el agua que inunda tus pulmones y el alivio de la bocanada de aire al salir a la superficie. Es el ardor de algo caliente en tu lengua y el dulzor del azúcar en las quemaduras. No tiene sentido y seguro no lo entiendes. Yo tampoco, porque no sé dónde empieza ni dónde termina, no sé qué quiere, no sé si lo quiero.
Control.
Control.
Es lo único que he podido intentar hacer. El Vacío me dice cosas, a veces susurradas, a veces gruñidas. Muchas veces me convence porque me conoce, sabe cómo desgarrar piel y mantenerla sangrando. Supo justo dónde apuntar, qué dudas plantar en mí.
—Sé más —me dijo El Vacío.
—Sé mejor —me dijo El Vacío.
Y entonces empecé.
937 + 100 + 20 = 1057…
Control. Control. Control.
Al principio lo mantuvieron callado, las cuentas. Sé que El Vacío estuvo encantado con mi reacción. Casi puedo sentir su barítona carcajada a mi espalda.
—¡Te ves mejor así! —admiraba alguien.
—¿Ves que así es mejor? —El Vacío me acariciaba dócilmente la espalda —¿No te sientes bien?
La verdad es que sí. Allí lo entendí. Cuán magnífico se siente tener el control.
1057 + 100… Se acerca el fin.
Una apertura más de mi boca y se acabó. Un gramo más de comida y llego al final de la cuenta.
Me arden los ojos. Me aprietan los pulmones. Puedo saborear agua salada en mis labios.
—¿Qué pasa? —me pregunta El Vacío. La dulce voz que puede adoptar a veces me intoxica, me llena. Me acerca a su cuerpo, pone mi mejilla en esa pequeña cueva entre su hombro y cuello.
—Yo… —tartamudeo, intento buscar palabras en medio del huracán. Los únicos sonidos que me acompañan son los retorcijones de mi estómago, rogando —Yo no quiero…
—Ah. —El Vacío toma mi barbilla y fuerza mi mirada a la suya. El contacto de sus dedos en mi rostro se siente como el humo que emana del hielo, su mirada fría como uno —Pero, ¿no quieres el confort? ¿los aplausos? ¿el reconocimiento? ¿la valoración?
Allí lo hizo de nuevo. De alguna manera estruja mi corazón. Puede ver las grietas en mi máscara. Puede ver lo que anhelo, lo que necesito.
Le toma un respiro leer la respuesta entre las fibras de mis ojos.
—Entonces ya sabes qué hacer —susurra El Vacío. Bruscamente dejo de sentir sus manos, su mirada. Un empujón. La falta de lo que sea que me da.
He intentado alejarlo, extinguirlo, derretirlo. Pero se posa indómito en mis entrañas. Me acerco con una daga cuando está de espalda y, justo cuando el filo besa su cuello, me doy cuenta de que no puedo. No quiero. No quiero hacer desaparecer a quien ha estado allí siempre, quien me ha ofrecido una caricia cuando nadie más había notado mi ausencia. Una caricia glacial, una caricia calcinante, pero la única caricia que he sentido.
A veces no es una cuestión de tomar la mejor decisión, sino tomar la decisión que te genere menos tristeza. Y no sé si las lágrimas que desgarran mis pómulos son por la idea de que El Vacío viva eternamente conmigo o por la idea de dejarlo ir. No sé si pueda sentirme más sola de lo que me siento.
Un parpadeo, un respiro y mi mano reposa en la puerta del refrigerador, su tenue luz más cálida que el abrazo de El Vacío. Me pregunto si hoy me hará ir al baño y enmendar lo que hice mal. Pero no creo. Porque regreso al melódico canturreo de las cuentas y sé que todavía no llego a mil doscientas calorías.
Entonces vuelvo a acurrucarme en esa única sinfonía en la cual no participa él. Mi lugar seguro, donde tengo control.
1157 – 1200…




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