Metro a oscuras, mundo en caos. Por Natalia Coronado Rodríguez
- ccomuniacionescrit
- 10 mar 2021
- 4 Min. de lectura

Un maravilloso día lleno de amigos y aventuras en la universidad había pasado, como de costumbre; solo quedaba regresar a casa, dormir y volver a repetir el ciclo. Lucía Coronado, estudiante de dieciocho años de edad de la Universidad Simón Bolívar, estaba tan satisfecha y feliz de aquel día poco extraordinario, que ni siquiera el largo camino de vuelta a su hogar le iba a quitar su buen humor.
De Sartenejas, lugar donde queda la Universidad, hasta San Bernardino, zona en la que reside, Lucía tardaba no menos de dos horas que incluían un transporte universitario, dos rutas del Metro (Coche, línea 3, y trasbordo a la línea 1 en Plaza Venezuela) y, finalmente, caminar diez cuadras desde Bellas Artes hasta su casa; pero al estar con sus amigos la noción del tiempo se diluía. Sin embargo, esta vez Lucía ignoraba cosas que estaban a punto de ocurrir.
Eran las 4:50 de la tarde cuando los seis compañeros habían logrado llegar con éxito a Coche. Para terminar el día cada uno compró una de esas extrañas chupetas que venden en la entrada de la estación del Metro. Siguiendo la rutina bajaron a esperar que llegara el tren, pero diez minutos después la luz se fue. Sin alarmarse, Lucía dijo “esa regresa en quince minutos”, ya que era algo que había pasado en otras ocasiones. Cuando eran las 5:30 p.m., los chicos comenzaron a impacientarse y a sospechar que algo estaba mal, así que, buscando soluciones, intentaron llamar a la Sra. Nilda, la mamá de Lucía, para pedirle ayuda. Se llevaron una sorpresa al ver que ninguno tenía señal en su teléfono celular, y atribuyéndoselo a la profundidad de la estación decidieron salir.
Una vez afuera, el panorama que existía era tenso y preocupante. La única luz disponible era la del sol despidiéndose en la distancia, semáforos apagados, tiendas a oscuras y una gran cantidad de personas con una misma misión: llegar a casa. El siguiente paso que dieron Lucía y sus amigos fue buscar una camionetica que los pudiese llevar a Plaza Venezuela, pero los obstáculos seguían apareciendo uno tras otro. La compra de las chupetas los había dejado cortos de efectivo. Rebuscando en sus bolsos dos de las muchachas consiguieron el dinero justo para los seis pasajes, aun así, los pocos autobuses que lograban llegar a la parada, estaban tan abarrotados que en ellos no cabía ni un alma. Caminaron varias cuadras buscando otra parada, señal telefónica y un poco de información; mientras lo hacían oyeron comentar a la gente que en otras zonas de Caracas y en algunos estados del país tampoco había luz.
Con la suerte de su lado, a las seis de la tarde se montaron en una camionetica vía Plaza Venezuela y en pleno recorrido les llegó un rayo de señal. Lucía llamó a su mamá, quien no tardo en atender y decirle que en su trabajo tampoco había luz ni señal, que de milagro le había entrado la llamada, que no se preocuparan, que los iba a pasar buscando por Plaza Venezuela lo más pronto posible. Lucía contestó con seguridad: —Yo te espero ahí.
Al rato, el conductor les dijo a los pasajeros que tenían que bajarse del vehículo, pues las calles estaban trancadas y él no podía avanzar. No estaban tan lejos de su destino por lo que el grupo continuó su viaje a pie. Los muchachos, que no habían tenido la oportunidad de ver el paisaje mientras se encontraban en el transporte lleno de cortinas, se enfrentaron de nuevo con la realidad. El sol cada vez más oculto por el horizonte, hileras de carros intentando avanzar, el bululú de personas caminando, haciendo lo posible por cumplir su misión: llegar a casa; la tensión, la desesperación y la desinformación, flotaban en el aire. Esas eran las características de esa zona de la ciudad y quién sabría en ese momento si mucho más allá.
El sol había terminado de decir adiós y los muchachos seguían esperando en aquella plaza full de gente y con las calles trancadas. Las únicas luces, provenientes de los faros de los carros se quedaban alumbrando el suelo. Cada vez se hacía más tarde, más oscuro, era casi imposible reconocer los carros y los amigos, nerviosos, empezaron a decirle a Lucía que debían irse pronto porque ese lugar en la noche era muy peligroso y que algo malo podía ocurrirles, pero Lucía, firme, les dijo:
—Si quieren se pueden ir, pero yo le dije a mi mamá que me iba a quedar aquí.
Sus compañeros no la podían dejar sola ahí, así que esperaron un poco más. No fue sino hasta las 6:45 p.m. que uno de ellos alcanzó a reconocer la corneta del carro de la Sra. Nilda, que se encontraba al otro lado de donde estaban sentados.
La madre había salido a toda marcha de su trabajo, pero se había quedado trancada en la Avenida La Salle, porque las personas que caminaban no dejaban avanzar el tráfico. Un tramo muy corto le había tomado cuarenta minutos y, como no tenía señal, no podía avisarles que se encontraba tan cerca. Solo le quedaba confiar en que su hija cumpliría su palabra y la esperaría en el lugar acordado.
Los muchachos salieron corriendo en busca del carro plateado y una vez que lo encontraron cada uno de ellos, incluyendo a la Sra. Nilda, soltó un suspiro de alivio. Los seis muchachos se montaron en el carro y fueron llevados a sus hogares, ya todo estaba en orden. Oficialmente ya era de noche cuando la hija y su madre dejaron el carro en el estacionamiento y caminaron rápido las últimas dos cuadras que faltaban para llegar a casa. Allí estaba yo con mi hermana menor, Patricia, esperándolas angustiadas. Cuando entraron nos dimos un gran abrazo y ellas nos empezaron a contar todo lo que les he narrado. Resulta que fue cuando estaban en el carro que escucharon por la radio la noticia y se enteraron de lo que ocurría: toda Venezuela estaba sin luz, era un apagón nacional.




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