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Madres. Por María Rosa Martínez


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El amor es un sentimiento universal. Cuando pensamos en el cariño más puro es probable que se nos venga a la cabeza el amor maternal. Las madres, por lo general, se entregan a sus hijos. Pero hay casos en los que se muestra ausente ese amor maternal; casos de mujeres en cuyas almas pareciera que el amor hacia sus hijos no tiene cabida.


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Se levanta, se viste, va al colegio, ve sus clases, la buscan, llega a casa y comienzan los problemas. Esta rutina se ha vuelto matadora para Andreína, una joven de 16 años muy dulce y colaboradora. De la casa al colegio y del colegio a la casa; algo que debería ser común se convierte en su pesar: la hora de regresar al hogar. Su madre, la señora Antonia, una mujer cincuentona, alta y un poco robusta, de carácter fuerte y autoritario, la deseó por muchos años, y cuando finalmente logró concebirla se sintió la mujer más afortunada del mundo, creyó que eso llenaría el vacío y el rencor que habitaba en su corazón desde años atrás producto de una mala relación con su madre, del abandono de su pareja al enterarse de que estaba embarazada y de las duras pruebas que le puso la vida para seguir subsistiendo. Con el pasar del tiempo, Antonia comenzó a pagar sus disgustos con Andreína, los fantasmas de su pasado habían regresado, y los “platos rotos” los pagaba ahora su hija, a quien hacía sentir culpable de todos los conflictos que acontecían en la familia. El maltrato verbal era constante, los comentarios iban desde “¡No sirves para nada, Andreína!”, hasta “¡En esta casa la única que se rompe el lomo soy yo, eres una vaga!”. Sumado a eso, le encargaba a la pobre chica todos los quehaceres de la casa. Por esta razón, la joven detestaba llegar y valoraba tanto sus horas en el colegio; eran su vía de escape.


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En la cultura venezolana es común observar cómo algunas mujeres suelen preferir al “macho” antes que a sus propios hijos e hijas. Constantemente se ve en los noticiarios la infinidad de casos en los que el “macho” termina lastimando a las criaturas de su pareja, quien le da pleno consentimiento para hacerlo. En esta ocasión, no se llegó al extremo del maltrato físico, pero sí emocional.

Mirla, una mujer de unos sesenta años, muy conservada y jovial, tiene dos hijas: Cristina y Patricia; ambas de padres diferentes, pero con un parecido increíble, y con una diferencia de edad de unos dieciséis años, factor que nunca ha sido un impedimento para que las chicas sean muy unidas. Además, ambas habían tenido que vivir duras faenas para seguir adelante después de que su madre las sacara de la casa sin pensarlo dos veces. Cuando Cristina tenía diecisiete años, Mirla tenía una pareja a la cual defendía a “capa y espada” y este señor no era para nada del agrado de la joven; Cristina se lo comentaba diariamente a su madre, pero ella no le hacía caso. Pasados los meses, Mirla se cansó de que su propia hija siempre estuviera en su contra y de que sintiera tanto desprecio por su pareja; por esa razón decidió echarla a la calle, sin importar cómo se las apañaría para subsistir a tan corta edad. Pasados los años, Mirla tuvo a su segunda hija y la historia tomó un rumbo cíclico, todo lo que vivió su hermana mayor parecía repetirse. Efectivamente, cuando Patricia cumplió los dieciocho años, Mirla también la sacó de su casa. El amor por su hija se encontraba por debajo del que le tenía a su nuevo acompañante. A Patricia le tocó recurrir a su hermana mayor en busca de apoyo y un lugar para vivir. Así, después de muchos años y por el mismo motivo volvieron a estar juntas las hermanas, al final solo se tenían la una a la otra.


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A veces las madres no están preparadas para serlo, a veces no saben ofrecer cariño y empatía, a veces no tuvieron quien les diera afecto y todo aquello repercute en sus hijos. A veces, simplemente, ese amor que todo hijo o hija espera recibir de su madre jamás se hace presente.

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