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Luisa y la juventud. Valeria Cañizales



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Luisa era una muchacha de apenas diecisiete años cuando conoció a Juan y se enamoró por completo, el pequeño detalle era que solo lo conocía por Facebook.


Nunca se había enganchado de esta forma. La verdad es que el muchacho no tenía mala fama, se lo presentaron unos panas después de unirlo a un grupo muy frecuente en el que ella solía textear. Sus amigos lo conocieron en la edición del Nuevas Bandas del 2018, comentaron que habían compartido unas birras con él y les parecía una persona muy agradable. Él estudiaba en la Metropolitana, Luisa apenas cursaba 5to año de Bachillerato, así que las experiencias universitarias que él le comentaba a ella la atrapaban por completo.

Pese a que le daba nervios por todas las cosas que había visto en internet sobre secuestros, venta de órganos y trata de blancas, Luisa decidió correr el riesgo de conocerlo personalmente animada por la grata experiencia que sus amigos habían tenido con él. Un día decidió consultarle si podían cruzar palabras cara a cara. El muchacho aceptó con todo gusto.


Decidieron encontrarse un sábado para ver la semifinal del Mundial, el partido era Rusia – Croacia, a las tres de la tarde. Ese sábado, mientras pasaba por las avenidas de Caracas, Luisa veía cómo se movían rápidamente los árboles al tiempo que le empezaban a sudar las manos. ¡Qué nervios! ¿Qué pensaría Juan al verla? ¿Estaría bien vestida? Tal vez estaba despeinada…


Esperó nerviosa, casi al borde de la ansiedad, sentía calor, quería escapar de allí con alguna excusa que posiblemente la dejaría mal con el muchacho, pero tampoco le importaba mucho con tal de calmar sus nervios.


El sitio de encuentro era la estación del Metro en Chacao. Él llegó después de un tren que iba dirección a Palo Verde, la oleada de gente se hizo presente en los torniquetes y Luisa lo buscaba, impacientemente, con la vista. Según la foto, él tenía barba, lentes, y una agradable sonrisa, cosa que, según ella, sí se cumplió, lo disonante fue el intenso olor a cigarro que cargaba encima. Ella le preguntó si era Belmont, pero en realidad era Lucky’s.

Caminaron por todo Chacao para llegar al San Ignacio y disfrutar del partido, ella se sentía incómoda, suponía que debía ser interesante conocer al muchacho que ella, para entonces, consideraba lo más bonito que había visto durante toda su vida; pero la verdad es que solo deseaba salir de allí sin más, quería tomar sus cosas e irse corriendo con una excusa barata, “dejé la arrocera prendida”, tal vez.


Después de un rato, Luisa empezó a sentirse en confianza, hablaron mucho sobre las bandas que solían escuchar y el grupo de amigos que terminó uniéndolos en un chat, ya era capaz de conversar con él sin que quisiera que la tragase la tierra y la dejara en su hogar; comenzó, genuinamente, a disfrutar de la compañía del muchacho.


Finalizado el juego, caminaron de nuevo hacia la estación de Chacao para irse cada uno por su lado. Las guacamayas sonaban de fondo y Luisa disfrutaba del placer que le brindaba el atardecer.


¡Epa! ¿Pero cómo era eso del atardecer? ¿Atardecer? ¿Qué hora era? Eran las cinco. Luisa jamás había estado tan tarde en la calle, “mi mamá me dejará bajo llave en mi cuarto hasta que me gradúe”, pensó. Al darse cuenta de la hora, su ansiedad empezó a aumentar considerablemente. Casi al borde del pánico, pensaba y pensaba qué haría, cuál excusa diría, qué no diría.


-¿Has ido al Centro Perú? –preguntó el muchacho, sacándola de la angustia.

-No -contestó Luisa.


Ya era tarde, el muchacho le prometió que serían dos negritas y listo, ella lo pensó y aceptó. Si la iban a encerrar no iba a ser en vano.


No había almorzado nada y las birras no aportaban nada bueno para Luisa, no se encontraba en sus cinco sentidos a pesar de haberse tomado nada más dos tercios. No le importó, estaba disfrutando de la compañía, del lugar, del atardecer; pero debía irse, así que le dijo a Juan que ella tenía que regresar a su casa.


Tuvieron un buen viaje en metro, se reían como nunca… Por primera vez a Luisa no le interesaba la hora, solo disfrutaba del metro medio vacío y del muchacho que recién había conocido. A pesar de que él vivía al otro lado de la ciudad, le preguntó si la podía acompañar a su estación y ella aceptó.


Ya oscurecía y a Luisa se le había bajado el efecto de las cervezas, estaba asustada, en pánico; no quería soportar su primer regaño por un muchacho, pero es que estaba en un total trance por él, no sabía cómo, pero lo estaba, por eso se despidió con un beso, porque sabía que se arrepentiría si no lo hacía.


Corrió hasta su edificio y subió las escaleras con rapidez, abrió la puerta, esperando el mayor de los regaños, pero solo se encontró con la luz apagada. “Bueno, ¿pero y entonces?”, pensó. Revisó su teléfono y vio un mensaje de su mamá.

“Llegaré tarde, ¿quieres algo?”

“No, tranquila”.

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