top of page

Los traumas de vivir en Venezuela. Por Sandra Mata.

Actualizado: 29 jun 2022

Estudio hace año y medio en la Universidad Católica Andrés Bello en donde curso mi tercer semestre. Siempre he pensado que soy una persona intuitiva y con el sexto sentido agudizado hasta que este me falla.


El semestre pasado, mi segundo semestre, hubo una materia con la que no me llevé bien; no sé si eran los largos textos que había que analizar o el profesor y sus duras formas de evaluar, pero me costaba lograr notas altas (o al menos pasar). Al final no pude aprobarla, había sacado 08. Solo me quedaba reparar.


El día de la reparación había llegado y yo estaba muy nerviosa. Había en mí una sensación de preocupación, que le atribuí a la ansiedad de realizar el examen. Soy actriz de teatro y ese mismo día había tenido ensayo toda la mañana en Petare, zona que, en camionetica, queda a dos horas de la universidad. Mi examen era a las tres de la tarde y eran las 12 m. en el momento en el que decidí irme. Mis compañeros de elenco me decían “Sandra, quédate para otra pasada, que ya solo nos falta un mes para terminar la primera mitad”, pero en vista de que no había podido hacer un repaso temprano preferí irme con el objetivo de estudiar un poco en la biblioteca.

ree

Me fui, como siempre, a tomar el Metro que me llevaría de Petare a Plaza Venezuela; esta vez no podía dejar de estar preocupada. Como el Metro se estaba tardando demasiado, decidí sacar mis cuadernos y repasar para matar el tiempo. Cuando llegó, me relajé y me convencí de que todo estaba bien. Me bajé del tren en Plaza Venezuela, todo había sido muy rápido. Al salir de la estación, pude ver la hora en la torre La Previsora: las 12:30 m. Calculé que me tomaría una hora llegar de ahí a Antímano. Suficiente tiempo para repasar.

En la parada pude notar que había varias personas en la cola; sin embargo, una camionetica, que aún no se llenaba por completo, estaba esperando. Al principio algo me dijo “Quédate en la cola y te vas en la otra”, pero decidí subirme para llegar más rápido. Me senté y pasaron dos minutos hasta que se llenó. Un segundo antes de que arrancara se subieron tres personas más, a primera vista no parecían estar relacionadas: un hombre de piel negra y vestimenta oscura; un señor de unos cincuenta años, ancho y canoso, y una mujer joven y muy delgada con un bolso del Gobierno en su espalda.

Los tres personajes entraron al mismo tiempo y se ubicaron uno muy alejado del otro. El primero de ellos, un sujeto de piel negra, se quedó parado a mi lado y pude sentir que me observaba cual si tuviera mirada de rayos laser para escanearme. También veía al señor que estaba sentado al lado mío, quien tenía su celular afuera. En ese momento sentí muchas ganas de bajarme, pero ya habían cerrado las puertas, entonces me quedé. El hombre que estaba de pie junto a mí empezó a ver a todos lados con una actitud ansiosa que me causaba nervios.

Luego de que los colectores preguntaran quién se bajaba en Los Leones, sin que nadie se bajara, cerraron las puertas. El individuo que estaba de pie cerró las ventanas y le arrancó el celular a mi compañero de asiento, mientras el otro maleante decía “Esto es un quieto señores, cero lloradera y saquen todas las vainas que tengan”. Vi que sacó una pistola de su pantalón.

Después de eso el tiempo se ralentizó. Recuerdo que una mujer me vio a los ojos y me dijo “Baja la cabeza que te van a ver”, y así lo hice. Mi compañero de asiento lanzaba maldiciones por lo bajo, mientras tanto yo agachaba cada vez más la cabeza, me aferraba a mi bolso y les rezaba a todas las deidades que conozco.

Mientras estaba en esa posición pude ver cómo a otro señor lo obligaban a quitarse los zapatos, mientras su bebé de tres años lloraba. Uno de los malandros mostró lo que parecía ser una granada y gritó “O callas al carajito o exploto esto”. El señor empezó a calmar a su hijo y le decía “Papi, tranquilo, todo está bien mi amor”. En el asiento de atrás había una chica que se negó a abrir su bolso, se lo quitaron y ella solo se quedó allí llorando. Ante el miedo de que se llevaran el mío vi una oportunidad de salvar mi celular, ya que ninguno de los malandros me miraba. Abrí el bolsillo y, viendo hacia todos lados, lo saqué con cautela; cuando al fin pude, lo oculté en el pantalón y cerré el bolso. En ese momento la mujer me vio, me puso el cuchillo cerca y me dijo, con voz amenazante, “Cuidado con lo que haces”. Agarré mi bolso y lo deslicé debajo del asiento de adelante; en eso, ella empujó a un muchacho de camisa beige y lo sentó sobre mí, al tiempo que le ordenó “Rápido, los zapatos”.

Podía escuchar los sollozos de algunas personas en la camioneta, mientras en mi cabeza solo pedía que se terminara esa situación tan horrible. El liceísta permaneció sentado en mis piernas luego de quedarse sin zapatos y una señora muy viejita lloraba en la parte de atrás, porque le habían quitado todo un mercado. Al llegar a Antímano, antes del Metro, los malandros se bajaron, no sin llevarse el dinero del chofer.

Todos en la camioneta empezaron a hablar con indignación sobre lo mal que estaba el país y sobre lo que les habían quitado; el chico sentado en mis piernas se hallaba en un estado de shock tan profundo que no fui capaz de recordarle que estaba sobre mí. La camioneta siguió hasta Zoológico y allí se quedó. Yo había salvado mi celular y mi bolso permanecía debajo del asiento delantero, a mí no me habían robado. Tomé mi bolso y mi celular, pedí ayuda para ubicar la estación del Metro e irme a la universidad y me subí al vagón. Una vez allí, lloré; lloré mientras daba gracias a esas deidades a las que había acudido.

Llegué a la universidad, mi maquillaje estaba corrido. Llamé a mi mama, llamé a mis compañeros del elenco y a los del examen de reparación, que fueron a buscarme en la entrada y me abrazaron mientras yo seguía llorando, asustada. Ese día, finalmente, presenté mi examen y pasé la materia a pesar de haber estado tan nerviosa. Ese día una compañera, al verme, se ofreció a darme la cola hasta mi casa y cuando vi a mi abuelo lo abracé y me sentí agradecida de estar bien y allí. Ese día tuve muchas pesadillas que repetían el suceso. Desde entonces no he podido subirme sola a una camioneta y ahora estoy más pendiente que nunca en la calle. Son los traumas que te deja vivir en Venezuela.

Comentarios


bottom of page