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Los diferentes rostros de un destino. Por Laura Rojas Jreige



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Por mera intuición, llegué a un café a unas tres cuadras de la oficina en la que me encontraba; luego de aquella jornada presurosa y abarrotada de papeleo, solo deseaba llegar a ese sitio al que, acompañada de un familiar, había visitado en el pasado durante algún viaje fugaz por la ciudad. Al entrar y no conseguir una multitud, me invadió cierta paz que no sabía que necesitaba. La disposición de su diseño transmitía una sensación de apertura. A un lado se formaba una pared compuesta de inmensos ventanales, que permitía la entrada de esa cálida luz con matices tenues de las cinco y tanto de la tarde, del otro lado un paredón repleto de grama artificial, que a pesar de su falta de autenticidad generaba frescura en el ambiente, además el olor. ¡Por Dios, ese olor!, un aroma perfecto a café molido, mezclado con el del vestigio de alguna delicia recién horneada que viajaba a ser servida en una de las mesas. Sin dudas, aquella atmósfera, al tomar asiento, generó en mí una amnesia selectiva con el resto de los sucesos y compromisos que me acompañaban aquel día.

Estando allí, se volvió inevitable no prestar atención al resto de los comensales. Por un motivo que en aquel entonces ignoraba mis pensamientos se centraron en tres mesas, tres escenarios, distintos pero conectados. Justo frente a mí se hallaba sentada una pareja joven, que no paraba de sonreírse, tomarse de la mano y jugar con sus dedos entrelazados en sus cabellos. Me generó un tanto de incomodidad observarlos, pero debo admitir que a su vez deseé, deseé estar así, sentirme como pensaba que ellos lo hacían en tal momento, acompañada y risueña. Un poco a la derecha, la escena era diferente. Estaba compuesta por un señor de unos setenta años acompañado de un pequeño que aparentaba unos diez, tal vez menos, tal vez más , no lo sé, lo que sí era seguro era que su brazo poseía una extensión arraigada a sus dedos que no paraban de teclear, aquella invención tecnológica robaba toda la atención de su mirada , de sus pensamientos, de su presencia en sí, mientras que a su lado (asumo que ha de ser su abuelo), el anciano solo lo observaba con ternura, arrojando uno que otro comentario que era esquivado cual bala por gestos casi autómatas. Fue inevitable no entristecerme y que la actitud del pequeño mocoso causara en mí cierta ira. Fue entonces instantánea la necesidad de voltear ante la frustrante realidad de no poder hacer nada, mi mente gritaba: “¡niño el tiempo se te acaba!”. De pronto, observé la tercera mesa que atrapó mis sentidos. Un chico solo, disfrutando del delicioso café de ese espléndido lugar, él era moreno tostado, llevaba una chaqueta de jean y a su lado un bolso desteñido pero que, de cierto modo, completaba el resto de su estilo; con unos audífonos se dejaba llevar por alguna melodía que hacía bailar su cabeza, un jazz tal vez, me gustaría pensar, pudiese ser también alguna letra sin sentido pero de ritmo pegajoso o quién sabrá, solo sus oídos. Se veía feliz, armónico, escribía en una pequeña libreta y me mataba la curiosidad por saber que plasmaba en ella .

De repente la sensación de ira desapareció, el deseo de una compañía parecía absurdo y sentí una profunda tranquilidad, volví a la paz de cuando entré por las puertas de aquel local, por unos minutos jugué el papel de sentir las expresiones de los demás y había olvidado que disfrutaba esa soledad, soledad relativa, aunque rodeada de cientos de extraños y miles de historias, las cuales en retrospectiva resultaron ser un reflejo de mi alma, de mis mañas, sentimientos y deseos plasmados en los demás. En otras palabras, todos estamos conectados, unidos por sentimientos idénticos que se desarrollan por diferentes detonantes pero allí están, con un mismo fin de diferentes caras.


***


Al terminar mi cappuccino me dispuse a salir, me encontraba serena y contenta por pasar un rato conmigo misma, al cruzar la calle empezó a notarse el contraste social, al voltear hacia cualquier lado se sentía el alma quebrantada de una ciudad hecha mierda, con abundante miseria y una carencia casi viciosa de conciencia colectiva. Había un grupo de niños con ropa vieja y sucia jugando en el pavimento. Uno de ellos que parecía ser de los menores inhalaba un cigarrillo, mientras los demás soltaban carcajadas a todo pulmón. A su alrededor, caminaban presurosamente y con una indiferencia desalmada personas en traje, vendedores ambulantes, uno que otro universitario, y así cientos de personas más. La ira nuevamente se apoderó de mí, como un coctel servido con una profunda tristeza. Quise acercarme pero es de saber que en una jungla de concreto como Caracas ni en un niño se puede confiar.

De regreso, caminando a casa, las personas, las calles y las situaciones emergentes de ellas, todo eso que me rodeaba, se convirtió en un espejo gigante y envolvente, incluyendo el pequeño vicioso que ni ha de saber el concepto de nicotina, pero de seguro si está familiarizado con la imagen de un adicto. Me resultó cautivador, y al mismo tiempo sumamente aterrador, ver una especie de retrato abstracto de mí misma en el reflejo de cada uno de esos rostros que a lo largo del día analicé, admiré e incluso juzgué. La pasión de los enamorados, la soledad a veces necesaria de un chico escuchando música, la ternura y visión de un anciano que a pesar de no vivir un día perfecto, lo disfrutaba con alegría y sin pretextos. En momentos así decido privilegiar mis caprichos, como preferir mi celular a una buena conversación cara a cara; el egoísmo social e individual del que nadie escapa al ver una situación injusta y seguir su camino, como si no fuésemos todos a un mismo destino.

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