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Los derrumbes cotidianos en el aeropuerto de Maiquetía. Por Oriana Cárdenas


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Papá:

Llegó el día, es 8 de febrero y ya no hay vueltas atrás. Empiezo a bajar las maletas al carro y en el ascensor se me salen unas lágrimas, pero no dejo que mi esposa las vea, ella está peor que yo. En ningún momento, de todos los jóvenes que hemos sabido que deciden emigrar, nos imaginamos que nuestra hija mayor, Laura, sería una de ellos. Salimos de Maracay a las 6 a.m., el camino a Maiquetía es taciturno, manejo por inercia y aunque hablamos, la conversación es muy vaga. Laura está muy callada, pálida. Se esfuerza por transmitirnos tranquilidad, pero la verdad es que en sus ojos se ve el miedo a lo que le espera.

La llegada al aeropuerto nos deja a todos fríos, cada vez falta menos por ese abrazo de despedida al que tanto miedo le tenemos. Llevo las maletas mientras veo a Laura con mi esposa y mi hija Rebeca a su lado, intento fotografiar el momento, ellas tres son mi vida y no sé cuánto tiempo irá a pasar para verlas juntas de nuevo. El check in es procesado y no me doy cuenta, mi cabeza no se encuentra aquí. Nadie quiere comer. Pasan los minutos. Llaman al vuelo. Llegó la hora.

Laura me abraza, abraza a Rebeca y luego a su mamá, se cubre el rostro y llora. Nos abrazamos los cuatro, le damos la bendición y la vemos irse, se cierran las puertas a su espalda. Me derrumbo.


Mamá:

El jueves oscuro de febrero llegó, ya no hay cuenta regresiva que valga, es hoy. Fue una larga noche, no pegué un solo ojo y cuando me paré de la cama y decidí buscar algo en la nevera que me pudiese entretener, pasé por el cuarto de Laura y la vi sentada en su cama, privada, llorando. No dije nada. Me senté a su lado y la abracé, lloramos juntas hasta que se quedó dormida. A duras penas amaneció y la casa hoy respira un aire de aflicción, mi esposo baja las maletas y aunque piensa que no me doy cuenta, lo veo limpiarse unas lágrimas. Emprendemos el camino al aeropuerto e intentamos mantener el ánimo.

Desde la salida de Maracay le empecé a enumerar a Laura, como de costumbre, todas las previsiones que debía tomar, los cuidados, y, por supuesto, aprovecho la charla para decirle cada tanto que esta siempre va a ser su casa y que puede volver cuando quiera, que su cuarto rosado y blanco seguirá intacto como hoy cuando lo cerró y que en la mesa siempre habrá una cuarta silla que le pertenezca a ella. Entre algunas bromas que dan más nostalgia que risa, me hace saber que entiende y que sí, que ella sabe que aquí está su casa.

Aunque intento darle espacio para que ella pueda solventar todo los trámites de ingresar maletas y verificar boleto, es inevitable para mí dejar de ser como una mamá gallina que no puede soltar sus pollitos, porque realmente no puedo soltar a Laura, es mi niña, la quiero a mi lado. Entonces empieza la espera para abordar, no tenemos apetito, pasan los minutos y llega la hora.

Laura abraza a mi esposo, luego a mi hija, Rebeca, y finalmente a mí. No puedo contener las lágrimas, ella tampoco. Nos abrazamos los cuatro, la contemplamos irse, se cierran las puertas y ya no la veo. Me derrumbo.


Rebeca:

Desde que Laura dijo que se iba del país, la apoyé. Mi hermana siempre ha sido de esas cabeza dura que cuando algo se le ocurre, no para hasta conseguirlo. Todos estuvieron en contra en un principio: que si eres muy joven, que no estás lista, que para qué te vas. Yo no, yo nunca hice preguntas, era su decisión y debíamos apoyarla. Yo estoy consciente de que voy a extrañar a mi hermana, después de todo, siempre estamos juntas. Dormimos juntas, salimos juntas, de chiquita ella me cuidaba, así que no hay recuerdo en mi vida que no sea con Laura a mi lado. Pero debo aceptarlo, ella quiere irse y yo la voy a apoyar, como siempre ella me ha apoyado.

Aunque nadie quería que este día llegara, igual llegó y aquí estamos, viendo cómo se despide de nuestra perrita con desconsuelo, cómo cierra la puerta de su cuarto con pesar. Desde que me dijo que se iba, estuve feliz por ella, nuevos comienzos, otro país, metas por alcanzar, pero hoy, no sé, hoy no estoy tan feliz. Mis papás emiten palabras con voces roncas, los ojos de todos están apagados y, sinceramente, yo me siento triste. Qué se supone que haga sin mi hermana. Intento sonreírles a todos, pero fracaso, hoy la coraza que siempre me viste no la conseguí, se perdió o mi hermana la empacó, porque hoy me siento vulnerable, abandonada.


En el aeropuerto los trámites son bastante aburridos, no dejo de mirar el reloj, falta cada vez menos para la despedida. Por muy extraño que parezca, hoy no tengo hambre, ni las papas fritas, ni las pizzas, ni los helados lucen atractivos hoy, todos los colores se ven grisáceos y los olores solo me revuelven el estómago. Llega la hora, la acompañamos a la puerta de embarque.

Abraza a mi papá, me abraza a mí y no lo puedo evitar más, lágrimas me recorren el rostro con agresividad, como si por fin les hubiese dado libertad. Abraza a mi mamá y rompe en llanto, todos lloramos. Nos abrazamos los cuatro, Laura se va, pasa las puertas, me quedo sin mi hermana. Me derrumbo.

Laura:

A medida que pasan los días y se acerca el 8 de febrero, son más las dudas que tengo acerca de si estoy tomando la decisión correcta. Cada día son más las ganas de gritar que estoy arrepentida y que realmente no me quiero ir, pero con qué cara les digo a mis papás, que me quiero quedar, con boleto comprado y un sinfín de discusiones en las que el tema era si soy capaz o no de emigrar sola, discusiones en las que me declaré ganadora.

Llegó el día, no hay vuelta atrás y me despido hasta de mi cama con un dolor en el pecho imposible de describir con exactitud. El camino a Maiquetía es una pesadilla en la que solo quiero retornar y volver a mi casa. El mero check in me abruma y el aeropuerto arropado de despedidas me alimenta el desconsuelo. Vuela el tiempo, tiempo que quería que pasara muy lento porque no quiero dejar a mi familia. Llega la hora y nos disponemos a ir a la puerta de embarque. Los pies me pesan, el corazón me duele y el estómago se me ha convertido en un vacío infinito.

Abrazo a mi papá, no lo quiero soltar, los brazos que siempre me han protegido me despiden por quién sabe cuánto tiempo. Abrazo a mi hermana, mi compañera y alma gemela, mis ganas de renunciar al sueño emigrante son ahora una opción, pero no, no puedo hacerlo, sería demasiado cobarde de mi parte. Abrazo a mi mamá y en sus brazos intento recargarme de todo ese amor que ella siempre tiene para mí, para posteriormente envasarlo y, cuando me sienta triste, racionarlo, pero no, no funciona así. Me cubro la cara y lloro, nos abrazamos los cuatro, me dan la bendición y camino a la puerta que con fuerza se cierra a mi espalda. Estoy sola. Me derrumbo.

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