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Lo que pasó el domingo. Por Emanuel Rojas


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Agradecido a mi odontólogo que le echó este cuento a su auxiliar mientras me atendía

y detuvo el bloqueo creativo que no me permitía escribir historias que no fuesen tristes.


Una parrillada de domingo no sonaba como una mala idea. A pesar del calor xerófilo que se extiende sobre toda la península y de que la leña no haría sino empeorarlo, ese fin de semana se prestaba para una buena comida entre sus amigos y su esposa. Claro, si no hubiese pasado lo que pasó. Y es que a veces la vida nos hace darnos cuenta de que somos limitados y débiles justo cuando menos lo esperamos. "Que se prenda el peo", es lo que quizás habrá dicho el destino ese domingo justo cuando todo parecía enteramente normal.


Mientras el hombre empezaba a calentar la leña para la parrillada, invitaba a los amigos a su casa y preparaba las carnes a degustar en un par de horas, recibió una llamada: su esposa estaba en el hospital. Una hora atrás se había accidentado saliendo del estacionamiento de un centro comercial. Un carro le llegó por atrás y atinó dos veces seguidas a su vehículo. La primera, por accidente; la segunda, por nervios y gafedad. Fueron dos latigazos en la columna seguidos; obvio que no estaba usando el cinturón de seguridad. La mujer intentó salir del automóvil y no podía enderezarse. Está operada de las caderas, de paso. Hace un par de años se cayó de un tercer piso —nadie sabe si fue un accidente o un intento de suicidio porque nunca habla de eso— y desde entonces tiene placas en esa parte del cuerpo. Todo mal.


El esposo llegó al único hospital de la ciudad tiempo después de haber sido internada su mujer. Ya estaban ahí los amigos y familiares de los dos. Uno de los residentes tiene la obligación de decirle al esposo el diagnóstico ya completado "prepárese para lo peor", pues su esposa tiene fractura de columna y de cadera; será parapléjica hasta la tumba. ¡Funesto destino! El esposo no hace más que llorar desconsoladamente frente a todos. Lo que parecía ser un fin de semana prometedor terminó siendo uno de los peores días de su vida. Los amigos de la pareja, más allá de su obvia tristeza por el suceso, se miraban. Un poco... incómodos. Uno, disgustado, les comentaba a todos los demás lo que pensaba cuando veía al desconsolado marido chillar como bebé.


¡Qué bolas! Ahora es cuando va a llorar el carajo este. Después de montarle más cachos que a un chivo ahora es que se va a arrepentir y sentirse mal...


Los demás asentían en religioso secretismo. El chisme no descansa, y menos en Punto Fijo. Y muchísimo menos con tragedias como esta. Más bien, se dispara con mayor fuerza.


Creyeron que se trataba de una tragedia, como las griegas, hasta que un par de horas después llegaron los médicos especialistas a comprobar lo que habían hecho los médicos residentes en la guardia, mientras ellos estaban ausentes. ¡Pero qué cosas! La esposa no tenía nada. Fue un mal diagnóstico. Al parecer solo un par de lesiones leves. Con razón, se decían los amigos. Lo habían dudado tras ver el carro, que tan solo tenía unos impactos menores, y se extrañaron mucho más después de ver a su querida amiga tan calmada con el dolor. ¿Y el marido? Arrepentido y creyendo en Dios como jamás lo había hecho antes. ¿Y los médicos residentes? Quedaron regañados como perros. ¿Y la accidentada? Agradecida e ignorante de todo lo que se había comentado fuera del UCI.


¿Y la reflexión? Creo que ya es bastante clara.


¡Qué vivan los buenos chismes!

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