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Las vicisitudes de la cuarentena. Por Domingo Alfonzo.


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Un joven se despierta un día a las 12 de la tarde. Se para de la cama, soñoliento y un poco perdido, y se dirige al baño a limpiarse la cara y preparase para el día. Seguidamente, da unos pocos pasos hasta llegar a la cocina, en busca de un cereal, si está apurado, o una arepa recién hecha y bien rellena, si quiere disfrutar de la comida. Después de esto, el muchacho se la pasa frente a su laptop hora tras hora; tras operativizar su herramienta de trabajo, ya no tiene que tener su celular a la mano. Tiene todo frente a él; desde las clases, una conversación con la chica que le gusta a través del chat, hasta una buena película que descargó por alguna página pirata. En la noche, a eso de la una de la mañana, va a su cuarto y se entretiene con algunos videos antes de dormir. Al día siguiente le toca lo mismo; los únicos cambios que puede hacer son lavarse los dientes en la terraza en vez de en el baño, comer cereal y no arepa o hablar con el pana del alma en lugar de la chica que lo tiene enamorado.

Antes, el muchacho no tenía que hacer mucho para tener un buen día; las motivaciones llegaban solas, cada día tenía una sorpresa incluida en el paquete. Ahora, el joven tiene que fabricar sus propios incentivos cada mañana al levantarse. Si esto sigue así, en cualquier momento se levantará con la motivación de ver cuántos golpes puede darle a la pared con su cabeza.

***

Un viernes por la tarde, un estudiante universitario, cansado de su semana de parciales, le escribe a su amiga, una muchacha que vive cerca de él. Aprovechando la cercanía geográfica, deciden cuadrar para verse un rato en la noche y tomarse unas cervecitas. Deciden verse a las ocho de la noche. Ambos, por fin, van, emocionados, a la sección de su closet en donde se encuentra la ropa para salir. A la hora pautada, el joven, que es quien maneja, se aventura a la calle, retando así la cuarentena radical que habían impuesto en la ciudad de Caracas. Después de mucho tiempo, los amigos se ven las caras y se dan un fuerte abrazo, quitándose el tapabocas al instante.

A las dos de la mañana, ya después de haberse tomado unas cuantas cervezas, el chico decide volver a su casa, ya estaba cansado. La amiga se resistió un poco al deseo del muchacho; sabía que estaba pasado de tragos y que no debía salir a la calle a esa hora. Sin embargo, el muchacho no le hizo caso al “mejor quédate a dormir” de su amiga.

En el camino, justo antes de entrar a su urbanización, se le presentó una de las situaciones más temibles para un joven caraqueño, y más en tiempos de cuarentena: una alcabala de guardias nacionales. El muchacho tragó grueso, respiró hondo, bajó la ventana y se preparó para lo peor. Al llegar a la alcabala, uno de los personajes vestidos de verde le dice: “¿Usted sabe que no puede estar rondando por las calles en estos días de confinamiento? Y menos en ese estado en el que se encuentra. Se huele la curda chamo. Salga del vehículo y muéstreme sus papeles”. El chico, temblando, le da los documentos, a lo que el guardia, en confianza por la superioridad numérica a su favor, le dice, sin pelos en la lengua, que los papeles estaban en orden, pero que no podía estar en la calle en la cuarentena estricta. Sin más, le pide un favorcito por haber infringido el confinamiento: $ 500 en efectivo.

Uno de los guardias se montó en el carro del muchacho mientras este conducía a su casa para buscar el dinero. Lo escoltaba una patrulla de la guardia. Manejando lo atormentaban estos pensamientos: “Voy a salir cogido”, “le hubiese hecho caso a mi amiga”, “me van a matar mis papás”.

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Un sábado por la noche, en la madrugada, un fiestero se devuelve tranquilo para su casa, feliz de que había visto a su gente después de mucho tiempo. Entonado, se acuesta a dormir feliz; aunque no era tan fácil dormirse, debido a que todo le daba vueltas. Al día siguiente estaba golpeado tras la batalla, con una leve sonrisa, rebobinando una y otra vez los momentos inolvidables de la noche anterior.

Pasan los días y este muchacho empieza a sentirse un poco mal; se prenden las alarmas. Tiene tos seca, se siente débil, tiene fiebre. No es buen augurio. A pesar de todos los síntomas, el más doloroso es la culpa; ese es el que hace que le cueste dormir.

Una noche, el joven, religiosamente, va al cuarto de sus padres y se despide, escuchando el dulce e incansable “hasta mañana, mi amor” de su madre. De regreso a su cuarto, justo antes de cerrar la puerta a sus espaldas, escucha un sonido, parecido al de un tiro al corazón: tos seca viniendo de la boca de su padre. Esa noche menos pudo dormir. La sonrisa efímera del día en que salió, se convirtió en una tristeza y un miedo perpetuo.

***

Dos jóvenes comparten un apartamento relativamente pequeño en Madrid. No han comido más de cinco veces juntos en el comedor. Los dos tienen horarios distintos: uno es DJ, actividad que lo hace ser una persona nocturna y un tanto nómada; el otro lleva una vida más convencional, estudia en las mañanas y está en casa en las tardes.

Llegado marzo, repentinamente, se vieron en la obligación de quedarse en el apartamento hasta nuevo aviso. Solo salían para hacer el mercado. Un día, lo inusual sucedió: se sentaron a cenar juntos, viendo un programa en la televisión. Empezaron a echarse los cuentos y pasaron un agradable rato; hasta hicieron sobremesa. En el transcurso de los días, lo inusual se hizo tradición: todos los días a las 8 de la noche se sentaban a cenar, a compartir historias y a filosofar sobre la vida.

Así, dos muchachos que solo compartían un piso, empezaron a compartir cuentos. Y una bonita amistad se formó en medio del caos.

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