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Las cosas malas traen cosas buenas. Por Natalia Sánchez.


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Era época decembrina en un pueblo del estado Táchira llamado San Juan de Colón. Una hermosa boda llena de regalos, tarjetas y demás se celebraría en la víspera de navidad. En aquellas dos familias, que ese día se convertirían en una, sobraba la algarabía, la emoción, la felicidad y el gozo. Aquella bendecida noche contrajeron matrimonio Horacio Escalante y Julieta Martínez.

Habían transcurrido veintinueve años de matrimonio en los que trajeron al mundo a sus dos adorados hijos, Maximiliano y Alejandro. En aquel hogar todo parecía color de rosa, cada día más unidos y enamorados. Horacio trabajaba en un pueblo aledaño al de su residencia; Julieta, día tras día, atendía su hogar. Un día Julieta le dijo a Horacio que quería trabajar; pensaba que seguir siendo ama de casa ya no era lo suyo. Él estuvo de acuerdo con la idea y ella comenzó a vender ropa en los mercados municipales de los pueblos cercanos. Esta decisión parecía no haber cambiado nada, se les veía muy felices aún. Horacio seguía enamorado de ella, complacía sus gustos, la llenaba de atenciones y se encargaba del hogar en su ausencia. Ella era la luz de sus ojos. Pero aquel amor se terminó. Julieta rompió su corazón en mil pedazos. De manera cruel y despiadada, le pidió el divorcio cuando él menos lo esperaba.

Fue tan duro aquel golpe que su familia creía que él atentaría contra su vida o que tomaría el camino del alcohol. Todos con una gran preocupación se abocaron a él, apoyándolo, siendo su paño de lágrimas. Más que criticarlo, estaban para escucharlo. Le prestaban tanta atención como una madre a su pequeño hijo.

A pesar de todo, su vida continuó relativamente normal. Se fue a vivir a casa de su madre. Siguió trabajando. Y ni siquiera consumía licor.

Transcurridos un par de meses de aquel día tan triste para Horacio, una noche, cuando ya dormía placenteramente, Marcos, un sobrino, tocó a la puerta. Lo invitó a tomarse unos tragos en un club, pero María, su hermana, que se encontraba con él en la casa en ese momento, le aconsejó que no fuera. Horacio decidió seguir su opinión y rechazar dicha invitación. Marcos se fue y ellos volvieron a sus habitaciones.

Al siguiente día, por la mañana, María recibió una llamada telefónica de la madre de Marcos, Isabel, participándole que había tenido un accidente de tránsito y que iba con un acompañante, que se encontraba gravemente herido. María corrió despavorida a la habitación de Horacio para informarle lo sucedido, pero al entrar a la habitación quedó perpleja al encontrarla vacía. Por su mente pasó la escalofriante idea de que Horacio era ese acompañante.

Isabel, preocupada, se dirigió al lugar del suceso. Al llegar, personas que observaron lo acontecido le informaron que los heridos habían sido trasladados al hospital, y de inmediato se fue corriendo al centro de salud. Ella era muy conocida dado que ejercía el oficio de peluquera y muchas enfermeras eran sus clientas. Apenas entró se encontró con una empleada de salud que estaba de turno, quien en tono triste y apesadumbrado le dijo que sentía mucho lo que le había sucedido a su hijo y a su hermano. Ella, confundida, le respondió que no era su hermano, sino su hijo, pero la enfermera le informó que eran ambos, su hijo y su hermano. Aún más desesperada y preocupada, se dirigió al área de emergencia, donde se hallaba Marcos. De lejos pudo observarlo, también a su hermano, ubicado en la camilla de al lado; tenía el rostro bañado en sangre, imposible de identificar, y las piernas completamente destrozadas. Quedó impactada al ver a Horacio al borde de la muerte, mientras Marcos solo presentaba fractura en la pierna derecha y algunos rasguños en su cuerpo. Esperaban una ambulancia para ser trasladados al hospital central de San Cristóbal donde podrían ser atendidos de manera adecuada, debido a que en ese lugar no había los insumos necesarios.

Los médicos de guardia que los recibieron, le comunicaron a Isabel que debían amputarle la pierna derecha a Horacio, que era la que más daño había sufrido. Ella, entre llanto y crisis de pánico, les imploraba que agotaran recursos para no llegar a la amputación. Una doctora se condolió de su angustia, le dio un calmante y le dijo que harían lo posible para evitarlo. Horacio fue ingresado de inmediato a quirófano y operado en ambas piernas, le colocaron tutores desde la cadera hasta la punta de los pies. Allí se mantuvo por dos meses, atado a una cama sin poder moverse. Tenía como compañero de habitación a Marcos con su pierna también operada.

Al pasar los dos meses, de nuevo fue intervenido para retirar los tutores. Su pierna izquierda sanó satisfactoriamente. Pero no corrió con la misma suerte su pierna derecha, estaba en carne viva, se podían ver claramente sus huesos. Aún hoy no se puede entender cómo lo enviaron de alta a su casa.

Horacio era atendido por sus hermanas. Tenía cita para volver a consulta en dos meses, pero su pierna empeoraba día tras día. Al no ver mejoría, él decidió pagarse una consulta privada en el pueblo con un traumatólogo reconocido. Le realizaron RX, le mandaron tratamientos muy costosos, pero la pierna se resistía a mejorar. Así fue pasando el tiempo, entre medicinas y medicinas, hasta cumplirse dos años de aquél terrible accidente. Su calidad de vida había desmejorado notablemente.

Una noche comenzó a presentar fiebre de más de cuarenta grados centígrados. Su familia, preocupada, decidió llevarlo de nuevo al médico. Para ese momento el doctor le indica que debe realizarse una tomografía. Angustiado, Horacio recurre a familiares que vivían en Caracas, que siempre le ofrecieron ayuda para que se tratara en la capital. Él nunca había querido aceptar; hasta ese día que, lleno de angustia y con miedo de morir, pidió ser trasladado.

Encontrándose en Caracas es llevado al médico, quien coincide con el doctor del pueblo. Le realizan la tomografía, los exámenes médicos, y en la consulta el galeno constató que padecía de una osteomielitis crónica (infección en el hueso) que ya le estaba pasando al torrente sanguíneo, es decir, estaba nuevamente al borde de la muerte. Era necesario intervenirlo de emergencia para amputarle su pierna.

Gracias a Dios, todo salió satisfactoriamente bien. No fue nada fácil, pero después de todo Horacio se mantuvo sonriente, optimista y agradecido. Salió del quirófano, sin su extremidad inferior derecha, pero con una sonrisa. Mientras lo operaban, los familiares esperaban con el corazón hecho mil pedazos.

Hoy en día, Dios y la vida lo premiaron. Halló en su camino un ángel, una mujer que lo ama, valora, respeta y admira a pesar de su condición física. Por eso, muchas veces las cosas malas traen otras buenas.

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