Las cartas y la tinta verde. Por Andrea Goncalves Goncalves
- ccomuniacionescrit
- 15 feb 2021
- 4 Min. de lectura

No era una despedida, era un hasta pronto. Un día de enero de 1958, se juraron amor eterno, mientras él abordaba el barco Santa María con destino a Venezuela. No sabían cuándo se volverían a ver, solo quedaban las palabras, lo único en lo que podían confiar. Tenían 18, eran muy jóvenes para tener un amor tan puro y fiel.
Seis años antes, se hicieron novios, un simple juego de niños que a la larga llegó a ser un serio compromiso. A pesar de tener solo 12 años se cuidaban el uno al otro como si fueran esposos.
Juan era un chico de baja estatura para su edad, con un pelo que todas querían tocar, muy varonil y luchador por lo que quería. Llegaba con mucha frecuencia golpeado a casa. La mamá y las hermanas le decían que esa muchacha daba mucho problema, que era mejor buscarse otra; pero, cómo iba a dejarla, si la más bonita de la isla de Madeira lo quería a él; no la iba a dejar por nada en el mundo. No hizo caso y siguió llegando a la casa cada vez más lastimado, pero feliz de haber dejado claro que María era de él y de nadie más.
Pasó el tiempo y el jueguito de novios cada vez fue más en serio; se veían todas las tardes, iban a comer, jugaban en las haciendas y hasta las familias ya se conocían. Los demás chicos seguían peleando por ella, ya que cada vez María se iba poniendo más linda; cómo no iba a ser así, si tenía una melena espectacular, una figurita de Miss Universo, era la más dulce y alegre de toda la cuadra, todos querían estar con ella; pero ella solo se fijaba en él, los demás eran invisibles a su vista.
Los dos cumplieron dieciocho y la situación económica de la isla se hacía cada vez más complicada, además a los hombres mayores de edad los reclutaban para enviarlos al ejército en Angola, colonia portuguesa para aquel entonces. Ibas al ejército o emigrabas, no tenías otra elección. Juan decidió irse y arriesgarse para poder darle a su princesa la vida que deseaba.
En enero se despiden y Juan comienza una aventura, en un territorio desconocido que no hablaba su idioma y no tenían las mismas costumbres. Estaba destrozado por dejar a María; pero el solo imaginar que cuando volviera se iban a casar lo motivaba cada vez más a seguir adelante.
Después de un mes de viaje en barco, llegó a Venezuela. Pasó momentos muy duros al llegar, buscando trabajo, dónde establecerse, qué comer, etc. Lo más importante y lo mejor de su mes era escribirle una carta a María; él se lo había prometido y sin falta cada mes él escribía, le contaba todo lo que le pasaba, le escribía siempre con tinta verde, el color de la esperanza, esperanza que nunca perdió.
María era muy alegre, con muchos amigos, siempre feliz y cantando siempre, como Heidi en la pradera. A pesar de la situación económica y de no tener a Juan cerca nunca perdió su alegría y entusiasmo. Cada mes esperaba con ansias la carta escrita con tinta verde, la cual tenía respuesta inmediata.
Así pasaron diez años; pues sí, diez años y muy largos. Durante ese tiempo había la posibilidad de casarse por poder, como muchos lo hacían; pero Juan no quería, él deseaba estar en el altar con ella, ese momento lo tenía que vivir él, salir en las fotos con ella, disfrutar con ella, todo con ella, ese día era el día tan esperado, era de los dos, solo te casas una vez en la vida.
Durante esos diez años Juan había cambiado físicamente, había perdido mucho cabello, se había vuelto calvo y estaba más relleno. Él se lo contaba a María, ella reía y le preguntaba si parecía un pingüino. Juan se comía las uñas de los nervios, creía que no lo iba a querer como antes. Cuando se reencontraron María se sorprendió al verlo, pero se dio cuenta de que el físico no era importante, él seguía siendo su Juan, el de las cartas bonitas escritas con tinta verde, el que nunca perdió la esperanza.
Trabajó mucho por llegar a ese reencuentro, había días en los que no dormía ni comía con tal de tener la vida que soñaba. Finalmente pudo ahorrar suficiente dinero para ir a la isla, casarse y celebrarlo a lo grande, porque “en la vida los grandes momentos hay que celebrarlos”.
Después de tres hijos, ya mayores de edad, y trabajar sin cansancio, celebraron las bodas de plata, los 25 años de casados, una celebración por todo lo alto. Al cumplir los 30 años de casados, Juan quería una celebración a lo grande, como siempre, pero se enferma y muere.
Su primera meta cumplida lo marcó y le dio mucha seguridad en sí mismo, tanto que dejó un gran legado y un gran mensaje a toda su descendencia y familiares cercanos: “el que persevera alcanza”.
María nunca renunció a su promesa de amor eterno y para sentir que siempre estarían juntos, mandó a unir sus anillos de bodas en uno solo. Lo usa todos los días, eso es lo que me dijo mi abuela cuando le pregunté por primera vez sobre ese extraño anillo que siempre le veo en su mano derecha.




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