La peor pesadilla. Por Daniela Goncalves
- ccomuniacionescrit
- 15 mar 2021
- 3 Min. de lectura

El 17 de julio de 2020 marcó un antes y un después en mi vida. Ahí estaba sentada frente a la computadora escuchando mi clase sobre la oferta y la demanda, cuando recibí una llamada que, sin pensarlo, sería el inicio de mi peor pesadilla. Era mi mamá, quien entre sollozos y con una voz quebrantada me dijo: “Vístanse que nos vamos para Cagua, a tu abuelo se lo llevaron al hospital”.
Sin asimilar en su totalidad la noticia y sin aceptar la realidad que escondían esas palabras, tomamos carretera. En el carro íbamos mamá, mi hermana y yo. Cada una vestía lo primero que encontró en el closet, pues en ese momento no había espacio para la moda en nuestra cabeza. Durante el trayecto se podía cortar el silencio con una tijera, solo se lograba oír el murmullo de nuestras oraciones. El viaje desde Valencia hasta Aragua se hizo eterno, aunque tampoco quería que se hiciera rápido, estaba consciente de que cada kilómetro que atravesábamos me acercaba más a aquella verdad que mi corazón se negaba a aceptar.
Finalmente, llegamos al hospital de Cagua sin encontrarnos con algún policía que nos advirtiera que estábamos en cuarentena. Al bajarnos del carro lo primero que vi fue la mirada perdida de mi tía. No hizo falta que pronunciara una palabra para que nosotras comprendiéramos la realidad, a pesar de ello nuestra fe hacía que mantuviésemos una llama de esperanza en nuestro interior.
Mi abuelo estaba en la sala de trauma shock. No podíamos verlo, estaba prohibida la entrada de familiares de los pacientes al hospital debido a la pandemia. Pasaban los segundos, los minutos, las horas y no sabíamos nada de su estado de salud. Solo conocíamos, por lo que nos dijo mi tía, que primero presentó un dolor muy fuerte a nivel abdominal y que le habían realizado una tomografía, de la que aún no teníamos resultado.
Luego de mucho insistir, permitieron que mi tía pasara a verlo. Sin embargo, la espera de noticias por parte de ella no se hizo más corta que la espera de noticias por parte de las enfermeras. Finalmente, desde el huequito de una reja nos dijo que mi abuelo estaba entubado, que en su pecho no tenía ni uno, ni dos, ni tres, sino seis electrodos del electrocardiograma y que el médico tratante se encontraba en una cirugía, por lo que había que esperar que terminara para que nos informara más a profundidad sobre su cuadro clínico.
Esperando noticias se hizo de noche. Ya para esas horas mis niveles de aflicción superaban con creces mis niveles de serenidad, entonces decidí sentarme en un muro para descansar un poco. Mientras trataba de mantener la cordura ante la falta de empatía y de noticias por parte de los trabajadores del hospital, apreté muy fuerte la medallita de la virgen de Guadalupe que colgaba sobre mi pecho y cerré los ojos para dejar de ver por unos minutos a las personas ensangrentadas e inconscientes que atravesaban constantemente la puerta del centro hospitalario.
Eran aproximadamente las ocho de la noche cuando escuché: “Familiares del señor Agostinho Da Silva”. Al fin el doctor había visto la tomografía, pero sus palabras confirmaron lo que tanto temía. Mi abuelo tenía una obstrucción intestinal y la única solución era realizarle una colostomía. Aceptamos, a pesar de que estábamos conscientes del riesgo que significaba que una persona de ochenta y cuatro años entrara a quirófano.
Nosotros teníamos unos planes, el destino tenía otros muy diferentes. No habían pasado ni cinco minutos de haber aceptado la intervención cuando el silencio de la noche se esfumó y se transformó en mi peor pesadilla, lo que tanto temí durante toda mi vida. Entraban y salían enfermeras de la sala de trauma shock. Mis oídos empezaban a escuchar cómo el cuerpo de mi abuelo chocaba contra la camilla, debido a las descargas eléctricas del desfibrilador con el que intentaban revivirlo. Después de un par de golpes salió el doctor, quien sin mirarnos a los ojos exclamó las palabras que jamás hubiera querido escuchar. El corazón de mi abuelo había dejado de latir producto de una isquemia intestinal.
Así fue como aquella vieja reja del hospital me impidió abrazar por última vez al amor de mi vida. No hubo consuelo en ese momento. En menos de veinticuatro horas, sin señales previas ni síntomas, habíamos perdido al héroe de la familia, a nuestro portugués. El tapabocas escondía nuestra gran nariz roja, pero nuestra mirada reflejaba cómo nuestro mundo se estaba cayendo a pedazos.
Desde ese día mi sonrisa no volvió a ser la misma. Desde ese día le enciendo una vela y le pido que me cuide desde el cielo. Desde ese día mi teléfono no volvió a estar en silencio, con la esperanza de volver a recibir una llamada de mi héroe y volver a escuchar: “Yo te adoro, mi niña”.




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