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La odisea por la isla. Por Ángela Rey


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A Beatriz nunca le había gustado manejar en carretera, pero luego de una crisis nerviosa y encontrarse con la necesidad de escapar de su realidad, decidió comprar dos boletos de ida en el ferry de Puerto La Cruz hacia la Isla de Margarita, uno para ella y otro para su hija, Ángela. Armó sus maletas, se aseguró de que todo estuviese en orden antes de partir y empezó su travesía para llegar a su destino soñado. En los primeros veinte minutos de viaje, iba muy tensa, pero su hija la tranquilizó. Respiró profundo y los nervios salieron de su cuerpo como hormiguitas espantadas por un repelente. Horas después, llegó al terminal y, para su sorpresa, el viaje no fue tan traumático como pensaba.


Beatriz y Ángela zarparon en la tarde; finalmente se encontraban rumbo a su merecido descanso. Las horas pasaron rápido, el ferry llegó al muelle en Punta Arenas y madre e hija desembarcaron mientras suspiraban aliviadas. Se hospedaron en el apartamento vacacional del hermano de Beatriz, cerca del pueblo de Pampatar. El conjunto residencial contaba con piscina, áreas sociales y playas cercanas; era el sitio ideal para que ella y su hija disfrutaran como nunca.


Pasaron minutos, horas y días y Beatriz nunca se había sentido tan feliz; no tenía preocupación alguna más que compartir con su hija y dejar de pensar en todo lo que le hacía daño, y a pesar de que no quería irse nunca, ella sabía que pronto debían volver a la ciudad, ya que tenía que reincorporarse al trabajo y Ángela debía volver al colegio; lo que Beatriz no sabía era que su regreso iba a convertirse en una odisea por la isla.


Llamó a los números indicados para hacer la reservación de los boletos y nadie contestaba. Entró a la página web y estaba caída por mantenimiento. Se dirigió a las oficinas y estaban cerradas por fallas de luz. Volver a casa cada vez se veía más complicado, por eso, a Beatriz no se le ocurrió más nada que tomar sus cosas y dirigirse con su hija a la terminal en Punta Arenas con la esperanza de lograr montarse en el barco. Llegaron en la mañana al sitio donde los vehículos hacían la cola para esperar su turno de embarcar; preguntó a varios empleados si había algún cupo disponible y la única respuesta que recibió fue que esperara a que el barco llegara. Pasaban las horas y ellas seguían esperando, hasta que dieron las once de la noche; Ángela ya estaba exhausta y a Beatriz se la estaban comiendo los nervios y las preocupaciones cuando, finalmente, llegó el ferry. Segundos antes de que saliera a preguntar, un empleado, con el que ya había hablado anteriormente, se le acercó y le dijo que ya no había más cupos.


Beatriz se sentía derrotada, veía a su hija cansada en el asiento trasero del carro y con un gran dolor de cabeza, no tuvo más remedio que conducir los treinta minutos desde el terminal hasta el apartamento donde se hospedaban. El camino estaba oscuro, pero tranquilo; Ángela se había quedado dormida y Beatriz hacía todo lo posible para no caer del cansancio, hasta que una luz resplandeciente impactó su vista, haciéndola frenar de golpe y despertando a su hija; frente a ellas y en medio de la vía, un fuego alimentado por troncos y cauchos que bloqueaban su camino.


Ángela estaba aterrada y Beatriz no hallaba qué hacer; quería entender qué pasaba, pero sabía que salir de allí, por su bienestar y el de su hija, era lo primero que debía hacer; retrocedió, cruzó la división entre vías y tomó el camino de regreso a Punta Arenas, necesitaba encontrar otro camino hacia Pampatar. Tomó la vía alterna y se encontró con otra línea de fuego. Ambas estaban cada vez más nerviosas; Ángela lloraba y Beatriz tenía un nudo en la garganta, estaba al borde de tener otra crisis. Parecía que no había forma de llegar a Pampatar.


Una vez más, como lo hizo en la carretera al principio del viaje, respiró profundo, se calmó y miró a su alrededor. Se dio cuenta de que, a pesar de que no eran muchos, unos pocos vehículos se encontraban en la misma situación, pensó que alguno podía conocer una ruta alternativa, decidió seguir a uno de ellos, los demás hicieron lo mismo.

Minutos después de la angustia, finalmente encontraron la Avenida Bolívar, que marcaba el camino a casa.Llegaron y por fin se sintieron sanas y salvas; Beatriz no dejaba de agradecerle a Dios.


Al día siguiente, sin pensar en que antes no había funcionado, decidió llamar de nuevo a las oficinas del ferry, pero esta vez sí contestaron. Logró hacer su reservación y al día siguiente ya estaban de camino a Puerto La Cruz. No había rastro de los cauchos y troncos quemados de la noche anterior, pero Beatriz no le dio mucha importancia, ya estaba tranquila. En un abrir y cerrar de ojos, Ángela y Beatriz ya estaban en su pequeño apartamento en Manzanares.


Días después, se enteraron de que los incendios eran protestas por las fallas eléctricas y que solo habían ocurrido esa noche; Beatriz se preguntó muchas veces el típico “¿por qué a mí?”, pero no le dio muchas vueltas en su cabeza. Quizás había sido una terrible coincidencia que todo hubiera pasado justo el día en que nada había salido bien. Quizás era una señal, para que entendiera que no importa donde estemos, siempre pueden pasar cosas malas, pero depende de nosotros decidir qué es lo que hacemos de ellas.

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