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La fortaleza del cazador. Por Adrianny Flores


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Era un viernes en la noche, el ambiente era cálido, la más pequeña de la familia estaba en la sala con sus mejores amigos, hablando de cosas demasiado banales para ser mencionadas ahora. No era nada raro, siempre se reunían los viernes desde hace más de cuatro años a pasar el rato juntos.


Lo que sí era raro era el dolor de cabeza y la debilidad en los huesos de su abuelo, Enrique, que se encontraba a dos habitaciones de distancia, un hombre conocido por no sufrir malestares, no lograba moverse ni siquiera para pedir ayuda. La falta de ruido proveniente de la cocina hizo que la pequeña fuera a revisar, lo que encontró la puso a temblar: el hombre fuerte de setenta y dos años ahora parecía de cien: ojos cerrados, inmóvil, casi un cadáver. Sus padres llegaron apenas escucharon el grito, con el corazón en la boca se acercaron a él y tomaron delicadamente su pulso; estaba vivo, aunque no parecía quedarle mucho. Nadie sabía qué había sucedido, parecía solo haber caído en cama sin respuesta lógica.


Al llevarlo a urgencias del hospital Pérez Carreño se dieron cuenta de lo hundido en la miseria que se encontraba el sistema de salud público de su país, había cuerpos tirados por todos lados, harapientos y desnutridos; dudosamente con vida, tirados a su suerte. Dejaron al viejo Enrique sobre una cama rodeada de otras cinco más, luchando por su vida. Los doctores llegaron solo para informar que no sabían qué podía tener y que si la familia quería que el viejo sobreviviera debían ser rápidos en hacerle los exámenes, pues ya no quedaba mucho tiempo.


Un pronóstico de 97% de posibilidades de que muriera y mucha fe era todo lo que tenía la familia, que no paraba de rezar. Ninguno de ellos lograba conciliar el sueño ni pensar en nada más que no fuera Enrique; la pequeña intentaba no perderse en la negatividad y esperaba en el fondo de su corazón que los milagros también ocurrieran en la vida real, y que nada malo ocurriera con su abuelo, porque ya no tenía fuerzas ni lágrimas para llorar.


Movieron todos los hilos de los que pudieron tirar para tener todos los exámenes listos en tres días, mientras veían a Enrique postrado en una cama sin ningún tipo de atención médica, deteriorándose poco a poco, como si cada hora que pasaba el poco aire de sus pulmones se escapara. No es que les sorprendiera; después de todo el amable señor del quiosco les había informado que tuvieran cuidado, porque a los viejos los dejaban morir en aquel hospital. A todos les había sorprendido enormemente que lograra seguir respirando después de tanto tiempo sin ayuda de una máquina, eso solo demostraba lo fuerte que era Enrique, un hombre de campo que presumía haber cazado todo tipo de animales en su juventud, desde tigres y conejos hasta cunaguaros, en su pequeño pueblo en Güiria, su época dorada, contaba él.


No fue hasta el cuarto día que los pasantes que se encontraban ayudando a los enfermos lograron, con todos los exámenes, diagnosticarle la diabetes tipo dos y con rapidez le inyectaron la insulina al ahora flaco anciano. Y el sexto, por fin, después de toda la agonía y espera, Enrique, el más fuerte de todos los cazadores, lo logró.

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