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La estación El Valle escupe gente mágica. Por Amarú Gorrín.

Montarse en el Metro de Caracas implica tener que cruzarte diariamente con una cantidad inexacta de personas que parece infinita. Te cruzas con personas de todas las edades, estratos sociales, colores, idiosincrasias y con destinos muy probablemente distintos a los tuyos.


Montarte en el Metro te pasea por un mundo de posibilidades que se ven asomadas en las puertas semideterioradas de cada vagón, en cada estación en la que se frena el metro antes de llegar a su destino. Mil historias puedes observar diariamente si solo miras de cerca y con atención a cada persona que se te acerca.


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Un día mi madre me pidió que la acompañara a Caracas, y yo gustosa la acompañé. Primero abordamos un ferrocarril que agota física y mentalmente a quien se quiera montar; se parece mucho al metro, pero la gente tiene menos miedo de pegarte un coñazo si no colaboras.


Llegamos a La Rinconada e ingresó uno de esos trenes de los ochenta, de esos que tienen sillas amarillas distribuidas de una manera poco funcional para la actual cantidad de población que reside en Caracas. Luego de un par de coñazos, logramos entrar a ese vagón sin aire, y por fortuna nos logramos sentar en unos puestos de primera fila que daban de frente a las puertas.


El tren se detuvo en la estación El Valle y abrió sus puertas. Entró un niño como de unos cinco años agarrado de la mano de su mamá, que cargaba en hombros una pañalera azul. No dio chance de que se cerraran las movedizas para que el niño ya estuviese anunciando en voz alta y con aparente buena dicción y pronunciación: “Hola a todos”. Mi madre y yo volteamos a vernos las caras de sorpresa.


El niño y su madre se pusieron cerca de nosotras. Rápidamente el niño se sentó entre mi mamá y yo diciéndonos sin pena ni nada “con permiso”. La madre le dijo: “Jorge vente, no seas maleducado, ese es el puesto de la señora y de la muchacha”. Mi mamá le dijo que se quedara tranquila que no era molestia.


Jorge empezó a abrazar a mi mamá con un cariño inexplicable. Yo lo veía y me daba ternura, era como verlo abrazar a su abuela. Pero no era así, para él era ella una completa extraña. Luego le empezó a acariciar la cara con sus manitos mientras la miraba a los ojos como si la conociera de toda la vida.


Mi madre solo se “dejaba querer” por aquel niño Jorge con el que coincidimos en el Metro. Entre acurrucadas y abrazos de Jorge, que ya pintaban medio extraño, su madre le dice: “Papá, dile a la señora y a la muchacha que soy un niño asperger y que me disculpen, soy un niño muy cariñoso”.


Mi madre y yo nos quedamos sorprendidas y con la lección del día, que nos la dieron en cuatro estaciones.

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