La ayuda ya no viene en patrulla. Por Fabiana Pérez Rondón.
- ccomuniacionescrit
- 3 sept 2020
- 2 Min. de lectura
Ella es una muchacha joven, tranquila, muy simpática, con su carita de niña rodeada por una melena negra como sus ojos; estatura pequeña, a pesar de sus veintitantos años ya. Pasa muy desapercibida en todos los lugares a donde va, pues no le gusta llamar la atención. La relación con su madre es bastante buena, la ayuda mucho, sale a hacerle mandados cada vez que puede.

Llegó el día de su peor recuerdo. Caminaba por el boulevard solitario de Sabana Grande mientras las lumbres del ocaso empezaban a reflejarse en ese cielo abandonado por las nubes que no notó, solo miraba el piso mientras daba sus pasos; iba a encontrarse con su madre después de algún mandado, quizá media hora había pasado. Al llegar a una de esas tantas calles de bajada, subió la mirada, y vio a tres hombres que no le dieron buena espina. Eran de esas personas sospechosas desde la primera ojeada. Como se encontraba cerca del sofocante Metro, solo pensó en seguir de largo ignorando esa extraña sensación. Al pasar frente a ellos, la llenaron de esos comentarios machistas y babosos que suelen lanzar los viejos verdes en la calle a las muchachitas, de esos comentarios que la mayoría de las mujeres se acostumbraron a escuchar siempre por la calles, yendo solas o acompañadas. Porque uno ha tenido que normalizar esas palabras: “por qué tan solita”, “epa, flaca, tú si estás preciosa”, “suegra, pero qué bella su hija”, sin refutar, por miedo a lo que pueda suceder luego; solo nos han enseñado a hacernos las de oídos sordos.
Pero esta vez, siendo tres, y sin haberles dado ninguna respuesta, la empezaron a seguir. En su mente solo tenía la palabra miedo. Sin darse cuenta, de manera muy veloz se acercaron y la agarraron por los brazos, llevándola a una de las calles que rodeaban aquel boulevard. Se trató de defender, gritó, gritó y gritó, pero fue inútil; era como si nadie más existiese por aquellos lares, entre los forcejeos su camisa logró romperse un poco. A estas alturas, por su mente solo podía pasar una idea.
Solo le quedaba pedirle a Dios; pedirle ayuda, qué más –fue lo que hizo durante ese mal rato, aún con miedo. Eran tres, ella una. Solo rogaba porque algún policía, de esos que a veces rondaban la zona, apareciera.
Luego de aquellos eternos segundos, apareció un motorizado que pasó por allí.
–Ese fue mi ángel de la guarda, no lo dudo –dijo–. El hombre se bajó y de ello solo tengo un vago recuerdo, un forcejeo entre los hombres y el motorizado salvándome prácticamente. En algún punto de esta situación dejé de estar.
Aún el miedo la agobia, lo único que le queda es desear no revivir aquello y que no le pase a ninguna otra mujer. A aquel boulevard solitario lo invade más de una historia de estas.




Comentarios