top of page

Introspección. María Paula Rodríguez Rojas


ree


Es curioso cómo funcionan las familias. Son la base de la sociedad y aun así ninguna se parece. Todas son un pequeño mundo, con una historia y un leguaje particular. Familias tradicionales, familias disfuncionales, familias divididas, familias grandes, pequeñas y hasta familias reales. Yo soy una de las afortunadas que cayó en una llena de amor.



La familia por parte de mi papá siempre ha sido muy unida y de pocos miembros. La cadena de este núcleo empieza con un matrimonio que duró físicamente hasta agosto del 2012, cuando mi abuelo murió. Mi abuela lo conoció cuando tenía diecisiete años, se casaron muy jóvenes y a los 20 ya estaban a la espera de su primogénito, mi papá. Luego, con tres años de diferencia entre cada hermano, tuvo a mis dos tíos, el tío Luis y la tía Mariana, a quien me parezco mucho, según dicen. A eso se resume mi familia paterna, breve y concisa, a diferencia del lado materno, para cuya explicación necesito gráficos, varias páginas y ayuda de los que saben.


Buena parte de mi infancia transcurrió en la casa La Esmeralda, calle 4 en la Urb. Las Colinas, Puerto la Cruz, la casa de mi abuela Damelis, mamá de mi papá. Mi hermano y yo solíamos pasar los fines de semana y vacaciones ahí. ¿Qué niño no va a querer estar en una casa con horas de televisión, cantidad de azúcar, comida chatarra y diversión garantizada e ilimitada? Ese era nuestro paraíso.

Sin duda, mis dos abuelas nunca se cansaron de consentirnos a mi hermano y a mí, porque del lado paterno teníamos las salidas al parque, paseos en el centro comercial, montañas rusas y menú completo de McDonald’s, mientras que del lado materno había sancochos en la finca (recuerdo haberle pedido la bendición a mucha gente y luego pensar “¿quiénes son ellos?”. Hasta que crecí y ya sabía a quién saludaba), pan casero, galletas de todo tipo, catalinas, guisado de cazón y todas las maravillas culinarias que puedan imaginar. La cocina de mi abuela Aura no tenía límite (“tenía”, porque la edad le fue quitando sus habilidades. Ahora solo queda el recuerdo), ella aventuraba con lo dulce y lo salado, y siempre recibía halagos: “¡Esto y morir!”, solía exclamar un amigo de la casa refiriéndose a los platos de Aura.


La pandemia nos ha quitado el poder demostrar afecto físico y ha limitado la comunicación de gestos faciales a nuestro movimiento de ojos y cejas. Me resulta muy complicado visitar a mis abuelos y no poder abrazarlos como quisiera, ver a mis primas pequeñas que crecen cada vez más y no poder cargarlas o hablar con mis tíos y tías con la habitual cercanía como lo hacía antes. Es una situación contra la cual no puedo luchar y me conformo con la alegría de ir a verlos uno que otro domingo.

A pesar de todo, el COVID-19 me regaló tiempo invaluable en mi casa, tiempo que no estaba planificado para que yo lo pasara en mi ciudad natal, Puerto la Cruz. Se suponía que iba a estar en Caracas yendo a la universidad y que los almuerzos junto a mis papás y mi hermano iban a ser asunto de ocasiones especiales, pensábamos que eso iba a quedar en la época del colegio. Incluso pensé que abrazar a mi mamá todas las mañanas iba a volver a pasar solo en vacaciones. He decidido agradecer por todos los recuerdos y momentos, por la salud y el amor de los míos durante este año de confinamiento.

Comentarios


bottom of page