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In crescendo. Por Ruth Tirado.

Actualizado: 29 jun 2022

En el tocadiscos giraba el único disco de vinilo de la casa. Con los ojos cerrados, Benita se movía al compás de los violines de la orquesta. Dejó a un lado la pluma y se acercó aún más al sonido. Su larga cabellera danzaba bajando por su espalda en forma de espiral, deshaciendo el ajustado moño que solía cargar en la base de la nuca. Su delgado rostro se relajaba conforme avanzaba la melodía; sus facciones se suavizaban y absorbían la melodía como una salpicadura de agua fresca. Se imaginaba al aire libre, respirando el aire de las colinas, apreciando el cielo soleado y de un azul brillante, sin escuchar nada más que los sonidos de los pájaros y, por supuesto, de los violines. No sabía de dónde salían, ni entendía el porqué. Pero siempre estaban ahí.

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Un ruido proveniente del pasillo la sacó de su ensimismamiento. Al ver a su madre caminando desde la cocina con su avena de la mañana, comprendió que se le estaba haciendo tarde para ir al trabajo. Recogió los manuscritos que había estado haciendo toda la madrugada y los metió en una carpeta junto con sus dibujos. Sin necesidad de espejo, volvió a recoger su cabello en la base de la nuca, como lo requería el código de vestimenta del Congreso. Tomó del lavandero unos pantalones de vestir con una chaqueta a juego, y la camisa blanca recién planchada por su madre.

No olvides los tacones, negrita le decía cada mañana, sin levantar la vista de su plato con avena. Su madre se había separado de su padre en etapas tempranas de su matrimonio, lo cual la había desgastado física y mentalmente, y había generado un vínculo intenso entre sus hijas y ella. Benita y su hermana habían ayudado como podían a sostener el hogar y aligerarle la carga a su madre.


Por el vestíbulo del Congreso sonaban decenas de tacones a distintos ritmos, según el nivel de urgencia de la persona a la cual pertenecían los pasos. Era como escuchar una sinfonía compuesta por músicos en desacuerdo. El día en el que Benita conoció a quien se convertiría en su esposo, sus pasos iban a tempo de corchea. Colocó los manuscritos y un café en el escritorio de su jefe, como hacía cada vez que iba a entregar alguna transcripción. Su tío era un hombre conocido, que usó su cargo para conseguirle trabajos esporádicos a Benita y lograr que ella pudiera ayudar en casa a su corta edad. Se disponía a salir de su oficina cuando su jefe entró en la misma, envuelto en una conversación con un hombre vestido con uniforme de piloto.


... un detalle de aniversario. ¡Ah, señorita Benita! Justo le estaba comentando a mi compadre lo mucho que le gustó a mi esposa su dibujo. ¡De verdad tiene usted unas manos mágicas! dijo su jefe, sonriéndole.

Benita agradeció el cumplido, sin devolverle la sonrisa. Sus ojos, ya oscuros, se ensombrecían con ayuda de sus pobladas cejas como reacción a cualquier cumplido. El piloto la miró con curiosidad, atraído por su seriedad y clara desconfianza a los cumplidos.

Pues ciertamente es fascinante. ¿Qué tengo que hacer para que me dibuje, señorita? le preguntó.

Benita alzó la mirada hacia el hombre. Debía tener al menos 15 años más que ella. Los retratos a mano alzada eran un don que había heredado de su padre. Nunca le tuvo particular cariño ni a él ni a su don, pero en tiempos de necesidad le había sido útil, pues los retratos realistas eran bien remunerados. Con una dureza aprendida a la fuerza, explicó:

Para empezar, debe saber que solo realizo las comisiones con un pago adelantado. No vaya a ser que después de tanto trabajo no me lo pague. Luego solo me da la fotografía de referencia y en una semana tiene su retrato. ¿Señor…? respondió, manteniendo el contacto visual.

—Tirado. Manolo Tirado, pero puede decirme Manolo.


El piloto parecía impresionado con su carácter, probablemente porque, en contraste, su esposa rara vez demostraba algún rastro de tenerlo. Al día siguiente, le entregó un sobre con el dinero y la foto que pedía para realizar el retrato. Por una semana esperó pacientemente, hasta llegar al día en el que recogería su retrato. Por supuesto, el retrato era lo que menos le importaba ver. Había algo en la brusquedad de Benita que le resultaba hipnótico. Ella lo estaba esperando en el vestíbulo del Congreso, como había dicho al aceptar su encargo. Recibió el dibujo en sus manos y lo apreció por unos segundos. Verdaderamente era un excelente trabajo.


Bueno, en efecto es un trabajo grandioso. Pero me temo que hay un problema.

¿Un problema? Con todo respeto, señor Manolo, pero ¿cuál es exactamente ese supuesto problema? interrogó Benita, con un aire desafiante.

Vea usted, no puedo aceptar una obra de arte como esta habiendo ofrecido tan poco dinero. Al menos permítame brindarle algo para agradecerle. ¿Qué le parece una cena?

Benita lo observó, sorprendida. No era tan ingenua como para pasar por alto los avances del piloto. Pero también sabía que éste estaba casado. Con una mirada castigadora, demasiado inusual para alguien de su edad, pero no de sus vivencias, respondió:

Claro. Si a su esposa le parece bien.- dijo, enarcando las cejas.


La sorpresa cambió de huésped, ahora en la cara de Manolo. Esto fue todo lo que hizo falta para convencerse a sí mismo de conquistarla. Por meses le llevó flores y la bañó con cumplidos, sabiendo que esto la irritaría, pero disfrutando cada reacción. En cuestión de meses, había dejado a su mujer y le había propuesto matrimonio a Benita. Esta había aceptado, con la condición de que se mudaran a una casa donde pudiera oler las montañas. Para finales del año, ya estaban esperando el primero de dos bebés que tendrían.


A petición de su esposo, ahora se dejaba el cabello suelto. También le había pedido que no se lo cortara, porque en su opinión era esto lo que le daba la gracia de mujer. La vida de esposa fue un gran cambio para Benita. Estaba acostumbrada a una independencia que consistía en trabajar y manejar el dinero como cabeza del hogar. Desde ya dos años sus días se limitaban a cuidar a su hija y esperar a su esposo para cenar, cuando este estaba en la ciudad. Su hermana era la que había aprendido todos los trucos de limpieza y recetas de ama de casa, mientras ella se dedicaba principalmente a traer dinero extra. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que detestaba limpiar y cocinar, y que estaba nuevamente en estado.


Metió el casete compacto en el reproductor que le habían dado como regalo de bodas. Por toda la primera planta se escuchaban los violines, los cuales parecían adaptar su canto a los pasos de Benita mientras esta barría la sala. Las cejas ya no se unían en contrariedad y su boca se permitía momentáneamente sonreír. Posando su mano en el vientre, sentía la música impregnar cada parte del bebé que llevaba consigo. Pero se sentía sola. El aire de las montañas no era tan maravilloso, porque incluía una peste de zancudos y ratas contra las que había luchado desde que se mudaron. No podía hacer nada sin el permiso de su esposo, y este rara vez estaba en casa. Ese día volvió un poco antes de la caída del sol.


—Apaga esa música, se oye desde el patio dijo apenas entró por la puerta.

Benita lo miró sin inmutarse. No traía el uniforme de piloto y olía a alcohol. Se acercó al reproductor y bajó ligeramente el volumen, pero el crescendo era palpable. Su esposo ya había llegado a la silla del comedor y se había desplomado sobre esta. Cubrió su rostro con una mano y dejó caer ruidosamente la otra sobre la mesa.

—Te dije…que apagaras eso Abrió los ojos y vio directamente a su esposa.

—¿Se puede saber dónde has estado estos dos días? respondió esta, sin titubear.

Se miraron por unos segundos. Él sabía que no tenía sentido evadir el tema, pues la respuesta era la misma que en anteriores veces. De todas formas, respondió:

—Última vez que te lo digo. Apaga esa música de una vez hablaba de manera pausada mientras sacaba el cinturón de su pantalón, sin romper el contacto visual. La pequeña Marina irrumpió en la escena sin tener idea de lo que sucedía.

—Marina, sube a tu cuarto y cierra la puerta dijo Benita con los ojos bien abiertos y la respiración agitada. El latir de su corazón igualaba el sonido de los violines en volumen y tempo.


La niña subió las escaleras sin entender, pero sabía que no debía replicar. También sabía que al llegar a la habitación debía cerrar la puerta y solo abrirla cuando su madre viniera a verla, pues significaba que su padre se había quedado dormido. Ella no lo recordaría, pero esta sería la última vez que debía pasarle la llave a su puerta. Esa noche, luego de que Manolo le dejara la marca del cinturón a un costado de su barriga, Benita tomó su decisión. Aprovechando que su esposo había vuelto al bar, hizo una maleta para ella y Marina. Subió al baño y tomó las tijeras del cajón. Se amarró su cabello en una cola de caballo y, con la mirada fija en su reflejo, cortó por encima del elástico. Al volver, Manolo encontró la cola de caballo sobre la mesa, junto con el anillo de Benita.


—¡Chacho! Devuélveme el walkman o te acuso con mi mamá Marina extendió la mano hacia su hermano menor.

—Tú no me mandas, ¡ña-ña-ña-ña-ña!-respondió este sacando la lengua, burlándose de su hermana.

—Chacho, Marina, dejen de pelear. El walkman me lo quedo yo. Ahora recojan todo esto y vayan a la sala, la abuela los estaba llamando le dijo Benita a sus hijos sonriendo.


Los niños recogieron los juguetes y salieron corriendo de la habitación, llamando a su abuela para que decidiera quién tenía razón. Benita tomó el walkman, introdujo la cinta y se colocó los audífonos. Llevó instintivamente las manos a su nuca, pero no había ningún moño que desatar.

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