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Hasta pronto Cúcuta. Por Samuel Jiménez Pérez


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En la Venezuela prebodegón, precoronavirus, presanciones internacionales, preescasez de gasolina, predólar a más de un millón de bolívares y premuchísimas cosas más, surgió la idea de realizar viajes a Cúcuta (Colombia) para comprar las cosas que uno, como ser humano, necesita. Ojo, digo prebodegón, porque antes de la epidemia de locales llenos de productos importados, para tener acceso a estos tenías que traerlos de afuera y eso costaba una y parte de la otra; insisto, en Caracas del 2018 no había tantos bodegones.


Era el mes de agosto y mi papá me dice: “Samuel deberías acompañarme a Cúcuta, ya que estas de vacaciones, así podemos comprar más cosas” (por persona se podía traer nada más un saco de 30 kilos). El chofer del autobús cobraba 20$ por pasajero y además había que llevar quinientos mil bolívares en efectivo para que los guardias no fastidiaran tanto de regreso.


El viaje fue divertido, independientemente del destino, siempre me ha gustado viajar por las carreteras del país (cuando se podía), comer en las paradas de autobuses a las dos de la mañana, estar entre despierto y dormido. Vivir todo eso es otra nota. ¡De verdad!


Nuestro destino era San Antonio Edo Táchira donde se encuentra uno de los tantos puentes internacionales que unen a Venezuela con Colombia. Llegamos al terminal a las quince horas de haber salido de Caracas. En San Antonio nos esperaba un contacto que nos cuadraría trasporte para ir del terminal al puente de Cúcuta, sobre todo al regreso cuando viniéramos cargados.


Mi papá me preguntó: “¿Tienes tu carnet fronterizo?, sácalo y no mires a los guardias a la cara no vaya a ser que se enamoren de uno”. Pasé por el puente, el mismo que meses después sería el protagonista de la quema de unos contenedores. Hay un punto donde ya no se ven más oficiales venezolanos y uno sabe que llegó a Colombia, porque los oficiales están mejor vestidos y como que más gorditos, pero igual de martilladores. Todo el mundo me hablaba de las famosas trochas como si fuesen una cosa tipo “Indiana Jones” cuando en realidad es tremenda pendejada. Desde el puente lleno de oficiales de las dos naciones a escasos diez metros, en el monte, se veía tipos armados pasando gente por el riachuelo que allí se encuentra.


Llegamos a Cúcuta y el contacto paró una buseta, la alquiló para nosotros y fuimos directo al centro de la ciudad. Cuando llegamos, lo primero fue entrar a una casa de cambio. Daba risa porque se sabía quién era venezolano porque al buscar los dólares veía mucho para los lados, como sacando oro. Y a juro tenías que cambiar dólares a pesos porque, eso sí, allá nadie acepta dólares en los negocios, ¿qué raro no? Luego acordamos un punto de encuentro porque ¡ah! se me olvidó mencionar que la frontera la cerraban a las 7 pm; si a las 6:30 no estabas cruzando, te quedaste en Cúcuta, a pagar hotel y después a resolver cómo te ibas a regresar a Caracas.


Ya en el centro, yo me fui por un lado con mi papa y con otro amigo. Recuerdo que compramos unos repuestos para el carro, productos de aseo personal y otras cosas. Pero, de pana, cualquier cosa que quisieras la encontrabas, literalmente cualquier cosa. Cúcuta, o por lo menos el centro de Cúcuta, es un sector organizado por rubros. Dos avenidas llenas de tiendas para repuestos de carro, dos avenidas para ropa, dos avenidas de supermercados, dos avenidas para mascotas; honestamente de todo encontrabas. Hasta dos avenidas de prostíbulos y, lamentablemente, las avenidas de los “piedreros”, que eran en su mayoría venezolanos. Esa avenida sí que la evitamos. A pesar de que estaba en Cúcuta tenía que andar mosca, todos nos lo decían porque había muchos amigos de lo ajeno. Luego de pasar como cuatro horas comprando, llegamos al punto de encuentro. No para dejar de comprar sino para dejar las cosas en un lugar y seguir comprando. Me tocó la primera cuidada con dos señores más, amigos de la familia que también venían con nosotros en el mismo grupo del autobús (porque tu grupo del autobús era tu grupo de viaje, todos para uno y uno para todos). En ese lugar tuve el privilegio de ver por fin a la famosa rapera “Cindy Sindiente”; nunca la vi en Caracas cuando me iba de Parque Central a Caricuao o por Plaza Sucre o por Colegio de Ingenieros, sino que la vine a encontrar en Cúcuta. ¡Qué cosas no! Por su puesto, estaba fuera de sí y era el centro de las burlas y el chalequeo como siempre.


Para no hacer el cuento largo, ya todos habíamos comprado. Unos más que otros, pero todos íbamos full. Ya habíamos comido y estábamos esperando para montarnos, junto con las compras, en un autobús que nos llevaría de regreso al puente. Resulta que caímos en cuenta de que ya iban a ser las seis de la tarde. Llegamos al puente y una jauría de carretilleros nos esperaban peleándose por cargar nuestras cosas porque así era como se podía cruzar la carga por el puente.


Cargamos las cosas en las carretillas. Uno le daba cinco mil pesos o lo que pudiera a los carretilleros, todos eran chamos venezolanos. Cuando íbamos a cruzar salió un oficial colombiano (digo yo que era importante por el pocotón de medallas y porque los demás le hacían caso) y dijo “La frontera está cerrada señores”. Qué tipo tan valiente, decir eso con escasos treinta guardias y como cuatrocientas personas (quizás más) con sacos queriendo pasar a Venezuela. El jefe de los carretilleros nos dijo “Tocará correr porque si no, toca trocha”. El que estaba conmigo me preguntó “¿Tu corres duro?” (porque eso sí, si uno se distraía, le robaban la mercancía). Yo para no parecer bobo le dije “fuego” y salieron corriendo los dos carretilleros y yo atrás de ellos por ese puente; “No los mires a la cara y si te llaman no les pares bola que esos quieren plata”, me decían mientras corríamos. Imagínate como si corrieras por el bulevar de Sabana Grande, lleno de personas, con una carretilla y cuatro sacos. Y tuvimos que correr porque, a pesar de que había un convenio para dejar a los venezolanos comprar en Cúcuta, del lado colombiano también martillaban. Esto lo confirmé cuando llegamos a San Antonio y varios que no habían sido tan ágiles les tuvieron que dar dólares, pesos o mercancía a los guardias colombianos. Solo pesos y dólares, nada de bolívares.


En ese momento no hubo chance para la preocupación, la angustia, la desesperación o la ansiedad. Mi mente se puso en modo resolver, ni cansado estaba.


Llegamos a San Antonio. En el terminal los carretilleros ya no eran tan amables, solamente querían rescatar su pago e irse para ver si hacían algo más esa noche. Se fue la luz en el terminal, total ya no estábamos en Colombia, ya estábamos de este lado del charco, y nos montamos en el autobús entre otros pequeños incidentes. Arrancamos rumbo a Caracas, sanos y salvos, gracias a Dios. Ahora el mayor inconveniente era los lambucios guardias nacionales, pero eso ya lo resolvería el chofer. Para eso cada uno le había dado quinientos mil bolívares en efectivo.


Tal vez pensarás que fue horrible, pero para mí, un muchacho de veinte años, fue una aventura. Lo volvería a hacer. De todo el viaje me impresionaron dos cosas: la primera, que, con todo y todo, sale mejor comprar en Cúcuta. La segunda, que una de las tantas cosas que este sistema Chavista Madurista nos ha quitado es la libertad de comprar lo que quieras, cuando quieras donde quieras, con la moneda de tu país. La escasez en Venezuela poco a poco me había condicionado tanto que la abundancia en Colombia me sorprendió. Hasta pronto Cúcuta. Espero visitarte en otras circunstancias.

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