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Fronteras. Por Valentina Córdova.

Para los emigrantes, para los exiliados, para los valientes …


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La mañana del veintiséis de julio Sofía miró por la ventana del autobús e inmediatamente reconoció que había llegado a la primera parada de un viaje de miles de kilómetros. Con la pesadez de quien no ha dormido bien esperó junto a su madre, Carolina, la entrega de sus maletas.

Una joven privilegiada, así se sentía Sofía y así se definía. Carolina, su madre, por su parte, logró salir del barrio con trabajo duro, estudios y una inagotable certeza de que tendría una buena vida. No se equivocó … Fue la única en su familia en graduarse en la universidad, se casó (otra cosa que su familia no acostumbraba a hacer), se compró un apartamento en una buena zona, viajaba, tenía un buen trabajo y hasta una camioneta se regaló. Su sueño de acceder a la clase media se hizo realidad, aunque más pronto de lo que le hubiese gustado ese sueño se vio acechado por el monstruo del socialismo que le arrebató una a una sus comodidades.

Sofía nunca sintió la crisis hasta que se enfrentó a la crudeza de una realidad que le decía que su futuro en Venezuela no era lo que ella había imaginado. Atrás quedaron los amigos, las escuelas privadas, los viajes a Los Roques, la universidad en la que planificó estudiar. Todo se sentía tan distante que le parecían recuerdos de otra vida. El resentimiento latente hacia aquellos que le incautaron su país corrompía sus principios, pero terminó siendo inevitable. Le usurparon la juventud.

Emigrar históricamente nunca ha sido tarea de sencilla resolución, muchas expectativas para pocas garantías.

La frontera entre San Antonio y Cúcuta no era lo que esperaban, pues ante sus ojos se desplegaron escenas como si de fiesta patronal de pueblo se tratase. Personas caminando por todos lados, vendedores ambulantes de cuanta chuchería o corotico existiese, venta de pasajes en cada esquina, gritos incomprensibles en español/gocho y la presencia de los estratos más bajos de una sociedad en crisis. Dudaron de sus decisiones, como harían tantas veces durante el viaje, pero optaron por reservarse cualquier comentario clasista, ya no pertenecían a ninguna clase privilegiada, y prefirieron enfocarse en la promesa de un futuro mejor.

Caminaron en silencio con las maletas que, por más que lo intentaran, no podían contener una vida de recuerdos, aunque con su peso parecían probar lo contrario. Pasaron desapercibidas entre la multitud porque, así como ellas, en esa frontera día tras día se congregaban cientos de venezolanos buscando escapar de la crisis.

Al llegar al sitio de venta de boletos, que unos amigos de Carolina habían recomendado como “seguro” y “responsable”, compraron sus pasajes para ese mismo día en la noche, y con un suspiro de alivio, que duraría poco, soltaron su equipaje y se sentaron a esperar.

El vendedor no tardó en destruir esa paz.


–Tienen que sellar el pasaporte y esa cola es larga, larga –dijo mientras miraba el celular con el acostumbrado desinterés hacia los problemas ajenos–. Son como dos días de cola; yo les hago la segunda con mis contactos, pero veinte verdes cada pasaporte.

–No faltaba más… Es que en este país todo es un chanchullo –exclamó Carolina, hastiada de la viveza criolla con la que había convivido toda su vida.

–Bueno mi doña las reglas no las pongo yo, usted puede hacer la cola si quiere –concluyó con la picardía caribeña asomándose en sus ojos.


Todo el día esperaron la entrega de sus pasaportes en una casita que los sujetos de los boletos dispusieron para la espera. Las horas se estiraron mientras los emigrantes contaban sus historias, sus luchas, sus esperanzas, sus destinos… Y así, entre el hambre, el sueño y la incertidumbre, Sofía, Carolina y todos los emigrantes en aquella casita se sintieron acompañados en sus luchas, se sintieron menos solos.


Estaba oscureciendo y la entrega de los pasaportes era un toma y dame de “5 minutos más que el chamo está resolviendo” y “van a cerrar la frontera, devuélveme mi plata”.

Como si de película se tratase, los pasaportes llegaron con tan solo quince minutos de plazo para cruzar y seguir a la siguiente etapa de su viaje. Después de una “inspección” nada exhaustiva en donde los guardias de la Policía Nacional comprobaron que no había nada jugoso en el equipaje para “decomisar” o “matraquear” las dejaron ir con el corazón acelerado, el tic tac de un reloj imaginario aturdiendo sus oídos y con solo un margen de cinco minutos para su cometido.


Sofía y Carolina recuerdan los siguientes acontecimientos entre risas y suspiros de alivio, preguntándose de dónde habrían sacado tal energía y habilidades atléticas.

Con la oscuridad de la noche como el fondo de su película ambas corrieron desaforadas por el puente Simón Bolívar haciéndose paso entre las multitudes que, como ellas, tenían los minutos en su contra. Con una maleta en cada mano y el peso de los bolsos sobre sus hombros corrieron y corrieron entre los gritos de Sofía que exclamaban “apúrate mamá que nos quedamos” y los “ahí voy que estas maletas pesan mucho” de Carolina.

No se sabe si fue el tiempo, el universo o las estrellas las que estuvieron a su favor, pero por lo menos en esta parte de su película el final fue feliz. Después de los controles migratorios llegaron al otro lado con la respiración entrecortada y la satisfacción de una fortaleza recién descubierta que sería puesta a prueba en más de una ocasión.

De repente de entre la oscuridad se asomó un hombre moreno, bajito y de expresión simpática que extendió su mano para agarrar sus maletas.


–NO SE ME ACERQUE SEÑOR –gritó Sofía con tanta agresividad que al recordarlo se sorprende de la valentía momentánea que invadió su cuerpo.


–Yo soy de la línea de autobuses, chica, las quiero ayudar con las maletas –respondió extrañado ante tan repentina muestra de violencia.


Otro suspiro de alivio. Otro efímero momento de relajación.


–Deben hacer la fila en migraciones para sellar la entrada a Colombia y de ahí, cuando todos los pasajeros estén listos, agarramos camino –expresó mientras las conducía al sitio.


La fila distaba de ser corta, era de esperarse. Un pensamiento fugaz recorrió a Carolina “ojalá hubiese alguien a quien pagarle para no hacer esta fila”. Descartó la idea de inmediato recordando su batalla contra la viveza criolla.


Otra fila, miles de filas, y las que había hecho cuando fingía que no le afectaba mientras compraba en su supermercado de Santa Fe. Y las que faltaban. ¿Cuántas faltaban? Ya no quería hacer más filas, estaba cansada de ellas; pero desde unos años atrás parecía que no se podía escapar de una ¿Estaban los venezolanos condenados a hacer filas hasta el fin del socialismo? Carolina resolvió calmarse y mientras pasaban las horas esperando sellar sus pasaportes distrajo su mente del cansancio pensando en que ya pronto todo acabaría.


Lo que Carolina no sabía es que la vida tiene un sentido del humor muy particular, hasta me atrevería a decir que un tanto oscuro, y que, en sus afanes por divertirse, juega con las circunstancias de las personas cruzando los límites de la paciencia, la tolerancia y la resistencia lo suficiente como para llevarlos en un espiral de caos, estrés y desolación sin efectos secundarios; solo por mera diversión, por amor al arte como dicen algunos por ahí. Así, esa esperanza de “resiste solo un poco más” sería una afirmación equivocada.


Dos días y medio de viaje, sesenta horas de recorrido para la siguiente frontera, para que Carolina comprendiera que aún le faltaba mucho más por resistir.

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