Estocolmo. Por José Andrés Rodríguez
- ccomuniacionescrit
- 19 ene 2022
- 3 Min. de lectura

Nuestro tour por los países nórdicos iba perfecto hasta el momento en que nos tocó retornar, cuando todo empezó a salir mal. Nuestro primer taxi nos dejó, y a última hora nos dimos cuenta de que habíamos reservado vuelos de retorno desde la ciudad de Gotemburgo, a 100 kilómetros de donde estábamos. Ese pequeño ápice de tristeza que tenía por dejar atrás los clásicos bosques de coníferas y paisajes nevados se convertía en mi menor preocupación, pues oficialmente nos encontrábamos varados, casi sin dinero y, por si fuera poco, con los cargadores dañados y teléfonos defectuosos por el frío.
Después de dos largas horas en un enjambre de pasajeros en el Aeropuerto de Arlanda, logramos conseguir boletos para el día siguiente. Juan David y Juan Pablo, dos amigos colombianos y compañeros de clase con los que había hecho el viaje, decidieron volver a la ciudad a alojarse en un hotel para pasar la noche, yo no me quise arriesgar a perder el vuelo y decidí quedarme solo en el aeropuerto hasta el día siguiente, porque el vuelo partía a las 7 de la mañana. Recorría el aeropuerto de punta a punta, paseaba, de vez en cuando interactuaba con una que otra persona, unas personas me miraban raro o extraño, pero no le daba mucha importancia.
Para entonces tenía un muy mal hábito, era fumador y en algún momento de la mañana salí a encender un cigarrillo a las puertas del aeropuerto. Había dejado adentro las maletas, no sabía que ese sería un gravísimo error. Cuando entré de nuevo al aeropuerto, mis maletas estaban rodeadas por policías que preguntaban a quién pertenecían. Rápidamente me acerqué y, con miedo, les manifesté que el equipaje me pertenecía y que lo había dejado para salir a encender un cigarrillo. El oficial, de aspecto de pocos amigos, corpulento y de 1.90 de altura me reprendía verbalmente con una mezcla de idiomas entre inglés y sueco, mientras otros dos oficiales de iguales características me sujetaban por los brazos y me conducían dentro de unas oficinas en donde se dispusieron a revisar mi equipaje.
Las cosas no pintaban bien para mí, un joven venezolano que viaja con dos colombianos siempre levantará sospechas para la policía de un país del primer mundo, o por lo menos eso era lo que yo pensaba, mientras estaba sentado en una oficina fría donde solo había una mesa metálica y un foco de luz. Los oficiales me interrogaban mientras esparcían toda mi ropa y pertenencias en aquella mesa metálica; más tarde, por la naturaleza de las preguntas, supuse que los oficiales temían que yo pudiera ser alguna suerte de terrorista. Me habían observado paseando por el aeropuerto sin hacer nada, mi tez y vello facial les llamaba la atención y, por si fuera poco, al día siguiente tenía un vuelo a Turquía. Trataba de calmarme, sabía que no tenía nada que temer y me dispuse a defenderme por primera vez en más de cinco horas de estar detenido. Fue entonces cuando me quité la chaqueta y dejé al descubierto un pequeño tatuaje de una cruz católica que al final resultó ser la prueba definitiva de mi inocencia puesto que tal marca significaría la pena de muerte de cara a algún extremista islámico.
Una vez afuera de aquella oficina, volvía a estar en esa terminal del aeropuerto, pequeña pera muy lujosa. El sol de la tarde nórdica me daba en la cara, parecía mediodía, el sol estaba en su punto más alto. Entonces, me senté a reflexionar sobre lo que me había pasado: ¿racismo o máxima seguridad? Al final. simplemente decidí no darle mas vueltas al asunto y dormirme sobre una mesa en posición de descanso. En la madrugada llegaron mis amigos y les conté lo que me había pasado; respondieron con incredulidad.
Nos tocó hacer fila en los controles de seguridad. Para mi sorpresa, mi oficial de TSA de turno era uno de los oficiales que me había detenido. Lejos de haber algún resentimiento o alguna mala cara, hubo risas y bromas por parte de ambos y fue ahí donde mis amigos se dieron cuenta de que mi historia era cierta.
Agotado física y mentalmente abordé el avión. Cinco horas de viaje hasta Turquía que fueron para mí como un minuto. Dormí todo el viaje. Un país nuevo, una ciudad nueva y una escala de doce horas que nos permitió visitar sitios emblemáticos de Estambul y sacar unas buenas fotos para, al final, regresar a casa en St. Julians, Malta, con una nueva historia para contar.




Comentarios